3.432

susana tenía pecas por todo el cuerpo, pequeñas pecas, miles, desperdigadas sin orden, sin criterio, como cielo estrellado, pero menos cursi. y cuando intentaba contarlas siempre acababa perdida, diez, once, porque eran tantas, cincuenta, cien, que no era posible dejar de caer en el error. y lloraba, la muy tonta, porque no sabía cuántas pecas tenía.

así pasaron los años hasta que susana fue mayor y dio con la solución: un boli y javier, que pacientemente marcó peca a peca hasta contar todas y cada una, sin excepción.

susana fue feliz.

al oído

al oído le dijo algo aquella mujerona de rulos y olor a aceite frito que lo dejó pensando durante horas, sentado donde solía, frente al parque, junto a la fuente sin agua, bajo el cielo sin nubes, sobre un banco aburrido de tan quieto. y al irse el sol y vaciarse el parque, y quedar solo, bajo el cielo sin estrellas, el hombre que pensaba se levantó y siguió el olor del aceite frito hasta la casa del final de la calle.

cuerdas viejas, dedos rotos

entramos cogidos de la mano pero pronto hubimos de separarnos, tanta era la gente que allí había. sonaba flamenco en directo, no sabía si grabado o en vivo. pronto lo sabría. ella me hizo una seña, había encontrado a nuestros amigos, al fondo a la derecha. yo aproveché para acercarme a la barra y pedir lo de siempre para ella, y mi agua. era en vivo. desde allí se podía ver un minúsculo escenario al fondo, cerca de donde mis amigos, con un par de gitanos, más bien payos agitanados, de pie el cantaor, sentado el de la guitarra. me sirvieron y empecé a beber. la música me retuvo en la barra, aunque no sólo la música. no tenía ganas de acercame donde mis amigos, quizán también necesitaba estar lejos de ella, un rato, sólo un rato. tomar aire, mi agua, escuchar la música y decidir si aquella sería la última noche con ella. la miré, ella no, se acabó el agua. pedí otra.

corríamos

corríamos de un lado para otro sin mirar atrás, todo nos daba lo mismo, siempre buscando una esquina para girar y empezar de nuevo. eso fue hace tanto que a veces pienso que me lo inventé, que no fue así como pasó y que soy más triste de lo que creía.

un día dejamos de correr, no sé bien cuándo, y todo se volvió lento, espeso y monótono, más enfocado, quizá, pero insoportablemente lento. el gris ensució al resto de colores, las voces bajaron unos tonos y necesitamos de las palabras para decir lo que antes salía con un simple gesto.

y dejamos de correr para andar y pronto, muy pronto, nos detendremos.

a dos pasos

a dos pasos de mi casa vive una vieja que huele a lavanda y a naftalina, y a veces a pis, pero eso no hay que tenerlo en cuenta, que con el pasar de los años la cabeza se va y ya no somos lo que éramos. está mi casa, luego la tienda de don javier y luego la de la vieja. es blanca de cal, y la puerta, más vieja que ella, cruje con solo mirarla, como la vieja. mi abuela me contaba que, siendo joven, la vieja era la alegría del barrio, siempre de fiesta, sin maldad ni veneno. pero un día todo cambió. llegó el americano y la volvió loca, se la llevó de casa y normal, el dinero, la novedad, y luego la mala suerte. una historia triste que nadie conoce del todo aunque todos saben algo. y luego de vuelta al barrio, a su casa, la que era de sus padres, a remendar trapos, hacer cortinas y dar consejos. aurora se llama y ya no habla con nadie.

me contaron

y luego me dijeron que los vieron cogidos de la mano por el parque, ya de noche, y que se miraban como se miran los que todavía no saben que están enamorados, con una mezcla de vergüenza, deseo y miedo. así fue, me dijeron. luego él la dejó en su casa y ya nunca más se supo.