Recuerdo mis tiempos de juventud como si fuera una serie mala de televisión censurada por mi mala memoria. Estrujándome los sesos consigo entresacar imagenes sueltas, algún gesto, un color o un ruido, casi siempre sensaciones, que son las que luego se te presentan sin avisar cuando ves algo, lo que sea, un objeto, un gesto, una palabra, que activa ese recuerdo que ni sabías que tenías y con un escalofrío te hace sentir lo que aquella vez, y vuelves a ser tú, ese tú de antes, por unos segundos. Y entre esos recuerdos, esas sensaciones grabadas, hay uno que me hace sentir alegría y tristeza a la vez porque me trae a mi abuelo.
Mi abuelo murió y era mi único abuelo. Desde entonces soy un poco huérfano, pero ese sentimiento que me llega a veces, lo vuelve a traer conmigo. Es una una historia tonta, que no puedo controlar pero que llega sin avisar. Y es en la ducha, cuando me lavo la cabeza. Es en ese momento cuando recuerdo las grandes manos de mi abuelo, que con los años se hicieron más chicas, pero que en mi recuerdo siguen siendo enormes y duras. Recuerdo sus manos y un patio, el patio de la casa de mi tío. Y allí él me lavaba la cabeza. Parecía que con una mano pudiera abarcar toda mi cabeza, llena de jabón; si quisiera, pensaba, podría agarrarla y levantarme, pensaba, con sus manos fuertes. Me enjabonaba y luego usaba la manguera para enjuagarme. Y cada vez que me enjabono la cabeza, vuelve su recuerdo y vuelvo a sentirme alegre y triste otra vez. Alegre por recordarlo, y triste porque no está y porque, por mucho que lo intento, mis manos no son tan grandes como las suyas.
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