Ana en la fiesta del cole
Al final de curso siempre hay una fiesta en la que los de último nivel sacan dinero para su viaje de estudios. Ana nunca había ido a la fiesta. Siempre había sido muy pequeña y su madre no le dejaba ir, pero Ana tenía ya 12 años y por fin su madre había entrado en razón.
Lo que la mamá de Ana no sabía era que la niña había decidido dejar en la fiesta su virginidad y volver a casa hecha toda una mujer. Aún no había pensado quién la iba a cambiar de status sexual y la verdad es que no le importaba mucho. Cualquiera le serviría. Al fin y al cabo una polla es una polla y no había más que encontrar una voluntaria que quisiera hacer los honores. Y tuvo suerte, porque aquella noche vio más pollas que estrellas en el cielo…
Ana y la Semana Santa
Ana estaba feliz. La Semana Santa se acercaba y eso significaba que no tendría que ir al cole. Unos dias de tranquilidad sin la pesada de su profe Amalia, que siempre intentaba meterle mano cuando tenía clase de gimnasia, y la miraba con los mismos ojos de su perra Carrie cuando está en celo.
Lo mejor de Semana Santa eran los roscos de su abuela. Todos distintos, blanditos y recubiertos de azúcar que la viejecita rayaba hasta dejarla fina finísima.
Le encantaba ver cómo su abuela hacía los roscos, paso a paso, despacio y con mucho cariño. Disfrutaba viendo cómo empolvaba la masa con el azúcar y, cuando su abuela no miraba, metía el dedo en el tarro para llevarse a la boca ese dulzor que prometía ser infinitamente mejor cuando los roscos estuvieran terminados.
Nadie en la familia conocía el secreto de los roscos de la abuela. Sólo Ana. Porque la niña había visto cómo la abuelita pasaba el mortero por su coño antes de machacar las almendras.
Ana y la cerilla
Ana no era pirómana pero, como a todos, alguna vez le daba por disfrutar de la belleza embelesadora de una llama. Una tarde sin cole se tropezó con una caja de cerillas que su madre guardaba celosamente bajo llave en un cajón de la cocina. Casualmente la llave estaba en el bolsillo del vestido de la niña y al rato, con no mucho esfuerzo, la caja de cerillas también.
La llama no tenía por qué ser exagerada. Ella no pretendía provocar un incendio, al menos no antes del verano, cuando todo prende mejor y el barrio entero sería mejor pasto de las llamas. Sólo quería hacer una hoguerita pequeña en casa.
Para ello necesitaba cosas para quemar. La peluca rubia de su madre fue su primer objetivo. Lugo le tocó el turno a la pata de madera de su abuelo, la teta postiza de su abuelita, el pollón de goma orgánica que su padre usaba para suplir sus deficiencias sexuales en la cama…
Lo juntó todo en un montón en medio de su habitación e hizo saltar la chispa que prendió a la cerilla que llevó la llama hasta la peluca que originó el fuego que quemó la madera que derritió el pollón que dejó en el suelo una bonita marca en forma de corazón que la madre de Anita jamás pudo quitar y que sólo arrancó el incendio oficialmente no provocado que carbonizó el barrio bien entrado el verano…
Ana y la grapadora
Ana lo pasó fatal cuando “sin querer” grapó a su hamster contra la pared de su habitación. El bicho chillaba como si se le fuera la vida, y es que se le iba, porqu la niñita había acabado la tira de grapas perforando el pelaje blanco del roedor hasta convertirlo en una masa sanguinolenta que espasmódicamente palpitaba pidiendo en cada convulsión un perdón que nunca llegaría.
La razón para tal atrocidad descansaba en el siguiente principio: “si te comes mis galletas, te grapo a la pared”, idea madurada por Anita después de muchos años de reflexión y que había tenido que poner en acción dado que el puto ratón se había zampado sus galletas con fresa. De todas formas Ana lo pasó mal al ver morir al bicho, casi lloró por su pérdida, pero peor lo pasó cuando se dio cuenta de que se había quedado sin grapas para su trabajo del cole sobre la masturbación femenina.
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