Ahora que soy mayor, más abuelo que nieto, me doy cuenta de la suerte que tuvimos mi hermano y yo al poder pasar esos largos y pegajosos veranos en casa de la abuela Lola, lejos de la ciudad, lejos de mis padres, rodeados de madera vieja, altos techos e historias, porque la abuela tenía la cabeza llena de historias... Cada día, después de comer, nos sentábamos en el salón, mi hermano y yo en el suelo, mi abuela en su eterno sillón de orejas, que olía a recuerdos y crujía como sus propios y jubilados huesos. Cada día una historia y cada noche un sueño, y al despertar un desayuno increíble.
Un verano dejamos de ir a la gran casa y al año siguiente ella murió. Desde entonces no he vuelto a soñar.
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