A la mosca le dolían los pies una barbaridad. Y es que claro, había estado paseando durante horas por aquel enorme sofá y no estaba acostumbrada a hacer tanto ejercicio, porque ya se sabe, las moscas, si pueden, van volando a todas partes, que el andar no se hizo para ellas. Y eso era precisamente lo que sus amigas le decían cuando la encontraban yendo de un lado para otro sin usar sus prácticas alas. Al principio todas pensaron que sería algo temporal, que la mosca paseaba por hacerse la rara y llamar la atención, pero cuando pasaron los días y seguía sin volar, estuvieron de acuerdo en que se había vuelto loca de remate.
Mientras sus compañeras de casa atravesaban las habitaciones en un segundo, ella tardaba todo un día en cambiar de sala, cansada y con dolor de pies, pero satisfecha. La mosca estaba loca, pensaban, y algo de razón tenían, puesto que en su pequeña cabecita llena de ojos y antenas había nacido una idea que nadie consideraría de mosca cuerda, sino fruto de una mente desequilibrada: la mosca quería evolucionar, como habían hecho los hombres bajando del árbol, y convertirse en una supermosca de largas piernas y fuertes brazos, como los hombres a los que tanto temía. ¡Qué flipada!
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