Sentada en la arena, abrazada a sus rodillas y sobre éstas el mentón, los ojos cerrados, oyendo con ellos el sestear de las olas, respirando su aire salado, cansada, tranquila, Julia esperaba. Amodorrada por el sol que ya se iba, quería casi dormirse, derramarse entre la arena y dejarse llevar por la marea, pero se resistía con todas sus fuerzas, ya pocas; esperar era su ley, y esperaría.
Nadie había que la viera, arrebujada como un puño de arena, más allí que aquí, Julia esperó hasta que el sol calló; él se fue con su sombra, ella, satisfecha, se llevó a cambio el recuerdo de su voz.
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