Desde allí arriba podía verlo todo, podía viajar, podía ver mundo sin preocuparse de nada, dejándose llevar por el viento que más soplara. Eso es lo que le decía su padre cuando todavía eran una sola nube, y era cierto. Ser nube le había llevado de un sitio a otro, le había enseñado todo lo que hay que ver. La distancia le había dado objetividad a sus opiniones, sus viajes, tiempo para reflexionar sobre todo lo contemplado. La nube era sabia, sí, pero estaba triste. De un tiempo acá había empezado a envidiar el viaje que cada una de sus gotas realizaba en la caída hacia el mundo de los hombres. Se despedía de ellas con dolor, deseando que fuera posible que alguna de ellas volviera para contarle qué había visto allá abajo, cuán intensamente había vivido, qué aventuras, qué gentes había conocido. Una mañana, un viento extraño la llevó hasta más abajo de donde jamás había descendido. Las formas confusas en la lejanía se hicieron nítidas conforme se acercaban a su vista; los sonidos y los olores aparecieron al poco, y por fin, el viento la bajó hasta poder tocar los tejados, rozar los muros e incluso a las gentes. La nube no podía creerlo. Su sueño, y no dormía. Durante horas se movió de un lado para otro sin más guía que la brisa, y cuando por fin sus últimas gotas resbalaron por las hojas de una encina y el viento borró su sonrisa, no echó en falta la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario