Lapo mental 70
Tenía hambre y lo único en lo que podía pensar era en llegar a casa, abrir el frigo y zamparme las sobras de pollo al curry de la noche anterior. Aparqué la moto de mala manera y corrí hacia la puerta mientras buscaba las llaves en el bolsillo. No estaban. Corrí al coche y rebusqué en la guantera, en el bolsillo de la puerta, bajo el asiento. No estaban. Dios, qué hambre. Cerré el coche, creo, y corrí hasta casa. Toqué el tiembre. Con suerte, pensé, ya habrá llegado alguien a casa. Toqué de nuevo. Nadie abría. Me asomé a la ventana de la cocina. Con sólo pensar en la cocina empecé a babear. Vergonzoso pero cierto. Empujé la ventana y casi doy un grito. Estaba abierta. Entré por ella y me dejé media rodilla en un hierro oxidado que alguien había puesto bajo la cornisa a modo de trampa anticaco. Salté sobre el fregadero, me cargué tres platos y salté sobre el pollo como si no hubiera comido nunca. El primer bocado fue el mejor. Casi lloro de placer. Devoré el pollo y admito que incluso me tragué algún trozo de hueso. Con mi último muslo bien agarrado entré en el salón y allí comencé a vomitar. Había trozos sin digerir, la mayoría, la boca se llenó de ese ácido putrefacto y el suelo... Los trozos de pollo flotaban sobre la sangre, creo que era la de Alfredo... La verdad es que se confundían, ya se habían encontrado la una con la otra en medio de la habitación y casi no podía ver el parqué. Vomité y cuando terminé seguí vomitando, y cuando pude pensar volví a la cocina y metí la cabeza debajo del grifo durante no sé cuánto tiempo. Creo que lloré. Entonces oí un ruido tras de mí, unos pasos, agarré el cuchillo sucio que había en el fregadero y esperé, todavía bajo el agua. Estaba detrás de mí. Hola, dijo, y me volví con el arma, lo más rápido que pude y la clavé en su pecho. Sangraba, todo él sangraba, y me miraba sorprendido, con la cara llena de sangre, Alfredo, imbécil, sangre falsa, de pega, sangre de broma cruel, y se mezclaba con la de verdad en su pecho, donde el puño del cuchillo asomaba. Un grito. Isma, en la puerta de la cocina cayó al suelo llorando casi a la vez que el cuerpo sin vida de Alfredo se separó del cuchillo para dar contra una silla, contra la pared... y contra el suelo. El arma temblaba en mi mano y acabó resbalando, huyó culpable. Alfredo callaba inmóvil, Isma seguía llorando. Limpié la sangre de mi mano con un trapo, abrí el frigorífico y agarré una tarrina de gelatina de fresa. Sólo podía pensar en comer.
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