El pescador pensaba en su pasado, tiempos de juventud, y en su presente, prólogo de la vejez; no quería pensar en su futuro, eso se lo dejaba a su mujer, la única en casa con criterio para decidir sobre las cosas importantes. Al final de la caña el hilo caía tenso y bajo la mar calma el plomo hacía su labor de ancla, los anzuelos esperaban y el cebo se movía al ritmo de la corriente, tentando a los alelados peces. El pescador, la luna, su caña y un bocadillo de jamón serrano con tomate, ajo, aceite y sal, lo justo y necesario para ser feliz, aunque fuera sólo durante unas horas. Las dos de la mañana, marcaba el reloj en su muñeca, y justo al dar las dos la caña se combó como si el mar se la quisiera tragar, y se la tragó. El mar revuelto volvió a la calma y las manos temblorosas del pescador se fueron instintivamente a la cabeza, dios, qué ha sido eso, pensó el pescador, de su boca un quejido-gemido-gruñido y un joder que resumió su estado de ánimo. ¿Qué había sido eso? El hombre se agachó, apuntando con su linterna allá donde su caña había sido engullida por el mar. Nada, agua y poco más, pues ni la linterna ni la luz de la luna podían ayudarle a ver bajo el agua. Se dispuso entonces a guardar sus aparejos, a rendirse ante lo irreparable, y en esto estaba cuando vio en el agua un brillo y con la luz de la linterna el brillo pasó a ser la punta de la caña, que asomaba medio metro fuera del agua, casi en vertical, a un metro de la roca en la que hasta hacía unos momentos había estado sentado. No se lo pénsó dos veces. Se tumbó sobre la piedra y se arrastró hasta llegar con su diestra a la caña, la agarró y tiró. Estaba enganchada. Tiró más fuerte y la dobló, parecía atrapada entre dos rocas, quizá. La agarró con las dos manos y aplicó toda la fuerza que le quedaba,y al tercer tirón sacó del agua la caña y enganchados a ella veinte mil miembros de la policía montada del Canadá, con sus caballos y todo, tres mil guerreros de Xian, un submarino ruso de la segunda guerra mundial y un pistolín.
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