Me gusta ir en metro, me gusta el ruido que hace al arrancar, cuando acelera y cuando por fin llega a la estación. La cara de la gente, harta cuando sale de trabajar, cansada, o todavía no del todo despierta cuando ha madrugado más de lo deseado. Me fijo en las caras. En las de los que esperan su turno para salir, para sentarse, para entrar (estos parecen fantasmas al otro lado del cristal de la puerta del vagón).
Frente a mí hoy hay un viejo que parece que me mira pero no puede verme, es ciego. No lo he visto entrar porque yo he entrado después. Está quieto, quizá escuchando las conversaciones de algunos viajeros, quizá, como yo, escucha el ruido del tren mientras me mira, a su manera. Le ha pasado como a todos los viejos, se ha encogido y sus orejas y nariz parecen enormes. Es calvo y lleva un sombrero de ala, y su bastón no es de ciego, no es de esos blancos telescópicos, es marrón, especial, largo y delgado, pero tiene un estilo particular. A su lado hay un niño, puede que viajen juntos aunque no lo sé seguro porque cada uno está en su mundo. El niño va vestido de verano, con pantalón hasta las rodillas, sucias, de niño que juega sin miedo al castigo, y mira al suelo.
No le puedo ver bien la cara, la imagino triste, quizá está enfadado con el viejo, su abuelo. Paramos en una estación y el niño se levanta, me mira sin verme, como el ciego que era su abuelo en mi imaginación, sonríe, quizá a mí, y sale, solo.
Un chaval plagado de acné ocupa su lugar. Ha entrado corriendo y suda. También va solo. Se ve que viene de hacer deporte, viste chandal. El viejo ni se inmunta. Parece cansado, normal, y también algo triste. Es posible que perdiera el partido, quizá ganó peor no consiguió marcar gol. Siento curiosidad y se lo pregunto, sin levantar mucho la voz, y parece que no me oye. Cuando voy a repetirlo, esta vez algo más alto, el ciego me interrumpe. -No te oirá por mucho que grites- Por un momento pienso que el viejo no se está dirigiendo a mí, pero no hay nadie más a mi lado así es que le presto atención, esperando a que añada algo más, pero calla. El vagón se detiene en otra estación y el chaval sale corriendo. -¿Cómo sabía que no me iba a oír?- Le digo. Quizá los ciegos y los sordos se reconocen entre sí, se intuyen unos a otros, como hermanos desvalidos.
Lo había leído, dijo, y sonrió.
Continuará... o no.
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