-Es noviembre, otoño, y llueve, y me llueve todo a mí. Hojas amarillas, marrones, rojas y alguna verde alfombran el suelo embarrado del Retiro, alguna se pega a mis botas, otras lo intentan sin éxito. El pelo mojado y las manos en los bolsillos, y al final del camino, junto a la estatua del traidor destronado, me espera ella, sonriente. Y cuando me estoy acercando una sombra sale de detrás de algún sitio y se la lleva.
Y deja la mirada caída, quizá porque le ha llegado el eco de aquella sensación de pérdida y de impotencia. El psicólogo piensa su siguiente respuesta; no parece haber meditado mucho la primera, deduce el paciente.
-La conoce, a la mujer, digo.
-No, jamás la vi antes, pero en el sueño sí, no lo dudaría, en el sueño el lazo es fuerte y cuando se va, cuando se la lleva, es... es doloroso.
-¿Tiene nombre, reconocería su cara, su voz, algo?
-No lo sé, quizá, y a veces me sorprendo buscándola, sabe, por la calle, pero no está. Sabré que es ella si ella sabe quién soy yo, si me mira como me mira en el sueño. Pero lo que quiero es que se vaya.
-La odia, le molesta.
-No, pero el sueño se repite cada día, y cada día despierto con esa sensación de pérdida, llorando, sabiendo que no la podría recuperar aunque quisiera porque no existe. Ella sólo respira en mi cabeza.
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