Era algo inesperado. Me picaba la nariz. Siempre pensé que llegado este momento cosas así no sucederían. Cuánto creemos saber y luego nada de nada. Me rasqué. No sirvió. La silla era confortable, mullida, de un azul grisaceo que seguro tiene un nombre más rimbombante, como "antracita" o "cósmico". Las paredes, algo amarillentas, estaban desnudas. Sobre la mesita de cristal había desparramadas unas cuantas revistas desgastadas. En la sala éramos cuatro. El señor con bigote y corbata me sonaba de algo, leía una revista de motos. La señora mayor, casi anciana, daba cabezadas en la silla. Y un motero que ni siquiera se había despojado de su casco lleno de patrocinadores.
El electrónico sobre la puerta acristalada se encendió con un ligero parpadeo. Los cuatro levantamos la mirada en busca de la confirmación. El número 414 saltó en rojo. Era mi número. Miré el papelito que había sacado en la entrada. 414. Era mi turno. Me levanté y con un gesto mínimo me despedí del resto. El señor del bigote respondió levantando un poco su revista. La señora dormía. El motero se llevó la mano la visera.
Todavía me picaba la nariz. ¿Me picaría eternamente?
Abrí la puerta.
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