El paraguas

-A ver, señora, me dice que el ladrón ha entrado en su asociación con un paraguas en la mano y les ha apuntado con él...
-¡Sí, agente, ha entrado con un paraguas! No hemos tenido más remedio que darle todo el dinero, los relojes, todo. ¡Ha sido horrible! Mire mire, todavía estoy temblando.
-Pero señora... ¡un paraguas! ¡UN PARAGUAS!
-Claro, agente, ¡es que amenazó con abrirlo! y nadie en la ASM (Asociación de Supersticiosos de Madrid) ha querido arriesgarse a dejar salir tanta mala suerte.

Es justo

La asesina tenía muchas cosas que hacer antes que ponerse a limpiar aquel estropicio, aquel revoltijo de sangre, sesos y demás restos humanos. Borró algunas huellas, guardó la sierra mecánica en el estuche y salió pitando por las escaleras. En el rellano de la cuarta planta dejó el mono de trabajo que usaba para evitar pringarse el material sobrante y en su recorrido hacia la calle terminó de adecentarse. Cuando el taxista paró a su lado sólo vio a una mujer algo feúcha vestida de calle con una maleta, de un instrumento musical, parecía. Dónde vamos, preguntó el hombre. A Ortega y Gasset, ya le diré dónde parar luego.

...

Dejó el estuche en la entrada, junto a los zapatos y el vestido. Se metió en la ducha y allí permaneció hasta que el agua acabó de borrar de su cuerpo, y de su mente, las secuelas de aquel día tan agitado.


...



A las diez suena el teléfono. Esperaba la llamada. Tarda en descolgar. Siempre lo hacía. ¿Sí? Hola. Sí, ya está hecho... No, todo bien. Sí... ha sido fácil. (Alguien abre la puerta de la casa). Vale, vale, te dejo, hablamos luego. Piensa si todo está en su sitio, y lo está. Cariño, ¿estás en casa? Su marido deja las llaves sobre el armarito de la entrada. Mamá, mamá, grita Javier, que corre por la casa en su busca hasta encontrarla en la cocina. La abraza. Javi, tengo algo para ti, pero... (Ella saca un Kinder sorpresa de un cajón y lo esconde en una de sus manos.) tienes que adivinar en qué mano está... El niño acierta sin dudarlo un momento, agarra con ansia el regalo y corre a su habitación a abrirlo. El marido se acerca y la abraza. ¿Todo bien? Todo bien. ¿Queda algo por hacer? Sí, limpiarla... ¿lo haces por mí? La dejé en el patio. Ella pone cara de niña mimada y él se va refunfuñando en broma. Ella hace el trabajo y él limpia. Es justo, piensa, y tras sacar el KH7 se pone manos a la obra.

De vicios

A la salida del partido nos fuimos de cañas y conocimos a unas tías y luego de copas, a bailar y eso, y una se llamaba Luisa. Con el ciegazo que llevaba le dije que tenía nombre de vendedora de huevos y me cruzó la cara pero dio igual porque me la zumbé y al día siguiente me invitó a café con tostadas en el bar de enfrente de su casa y guay: polvo y desayuno, y gratis. Luego mis amigos me vinieron con las chorradas: que si qué tal, que si estuvo bien y tal, que si hay algo, y yo, qué queréis que os diga, no podía dejar de pensar en aquella tostada de tomate con ajito, aceite y sal: deliciosa.

La tía esta me llamó. No sé cómo consiguió mi teléfono pero la cosa es que me llamó y me dijo de quedar para ir a una exposición (yo en una exposición... eso no se lo podría contar a la peña) y yo le dije que sí, que iría. Llegué tarde porque no sabía dónde era y porque realmente lo que yo quería era estar allí lo menos posible. Aguanté a sus amigos, artistas de peinados raros y ropa de colorines. Aguanté las "obras de arte" y los análisis profundos conceptuales (donde se ponga un regate de Messi...). Aguanté como un campeón y al final salimos de allí. Ella quería ir a mi casa. Y una mierda, pensé, pero no se lo dije. Es que está muy guarra (y no era mentira), y acabamos en la suya. Follamos. Lo normal en estos casos. A las siete de la mañana ya estaba yo en pie, dando vueltas por la casa, y ella seguía durmiendo. Esperé media hora y ya no pude más. Bajé al bar y cayeron unas tostadas (dios, dios, dios), un zumo, un café y otras tostadas (dioooos). Cuando iba por la segunda tanda, sonó el teléfono. Era ella. Lo colgué y seguí comiendo. Al poco me detuve y reflexioné, que no es lo mío pero me salió así. Estos desayunos bien valen una novia. La llamé, le dije dos tonterías ñoñas y bajó al bar con cara de enamorada. Joder, qué felicidad.

De esto hace ahora diez años, dos hijos reguleros, una hernia y los mejores desayunos del mundo. El balance, positivo... ahora que, si el bar cierra, chungo.

Patrás y palante

Salimos por la ventana,
uno a uno,
en silencio,
hasta que la casa quedó vacía.

Caímos como gotas de agua,
y como gotas de agua nos hicimos charco,
y allí nos perdimos.

Corrimos cuesta abajo y cuesta arriba
hasta que se acabó el aire,
hasta que se acabó la carretera
hasta que se acabaron las ganas
corrimos.

Dormimos, años,
algunos soñamos,
otros despertamos. Y todavía era de noche.

Todo cambia

Recuerdo una peli en la que una familia permanecía más de veinte años encerrada en un búnker por creer que en la superficie una bomba nuclear lo había destrozado todo y que hasta pasado ese largo plazo de tiempo no sería posible sobrevivir fuera de su zulo. El prota, el hijo de la familia, que se había criado fuera de la sociedad, era Brendan Frasier, creo, sale al exterior y vive mil y una aventuras o más cuando a la familia se le acaban los víveres y demás cosas necesarias para pasar otros veinte años bajo la tierra. Una comedia, nada más. No obstante, guarda entre sus gags previsibles y actuaciones reguleras una lección que hice mía en cuantico la capté. Y así, siguiendo a estos genios del aislamiento social ideé yo mi plan.

Y os digo esto tras haber pasado cinco años encerrado en una cabaña en el monte. Cinco p***s años, matizo. Acojonado salí de mi cabaña, harto de comer los bichos que entraban por debajo de la puerta, conejos y ardillas que cazaba con mis trampas y telepizza que pedía con mi teléfono. El miedo a los cambios. Eso es lo más grande que ha parido madre. Porque el miedo a los cambios te hace mirar todo con los mismos ojos con los que María Antonietta miraba a su verdugo en tan fatídico momento. Y nada más salir los cambios se me echaron encima como una horda de fans sobre su ídolo de portada de la Superpop.

Lo primero: mi móvil era una mierda. Todo el mundo llevaba unos modernísimos, con internet, cámara de fotos con megapíxeles para parar un tren, reproductores de mp3 y no sé qué cosas más que se me quedó la cara tiesa del estupor.

Lo segundo (y tercero): por lo visto, en el futuro (ahora, quiero decir, cinco años después de mi encierro) no se puede fumar donde uno quiere. Esto lo supe cuando la gente empezó a mirarme mal cuando entré en un bar a tomarme mi primer café después mi arreón ermitaño. En principio pensé que me miraban así porque iba vestido con harapos, olía a choto y las uñas de los pies atravesaban con holgura la punta de mis zapatos. Luego vi que nadie fumaba. Nadie. Pero nadie, eh, no exagero. El camarero señaló mi cigarro con un dedo y con otro la puerta. Con el resto de dedos seguía secando un vaso. Flipé ipso facto. Y cuando fui a pagar vino el tercer cambio: ¿1.30 por un café? ¿Estamos locos?

Lo cuarto: tras el sablazo en la cafetería, me dirigía hacia mi casa cuando me llegó el siguiente shock temporal: el Madrid Rock de Gran Vía es ahora una tienda de ropa. ¡Sacrilegio! Entré en la tienda para pedir explicaciones y un señor muy amable y cargado de músculos me lanzó contra la acera, lo que me hizo sonreír: las aceras siguen siendo aceras, la gravedad terrestre continúa en su sitio y los matones de puerta siguen zurrándome como siempre.

Lo quinto, sexto, séptimo...: mi calle, mi portal, mi llave. Mi llave no entra en la cerradura de la puerta de mi casa. Toco al timbre. Al poco la puerta se abre y un niño de unos diez años me recibe con cara de no haber roto un plato. Mamá, un señor raro está en la puerta. Segundos después mi mujer aparta al niño, que me recuerda mucho a mi hijo (qué cambiado está), y me mira desconcertada, confusa, luego enfadada, llorosa, tremendamente irritada (ella también está cambiada, el tiempo pasa para todos, me digo). Ella se pone a gritar y un hombre sale (ese hombre no soy yo, deduzco) y me empuja (yo me dejo, no soy violento) hasta que me saca del edificio y dice no sé qué de que no vuelva más por allí.

En fin. Mi plan, como veis, salió a la perfección. Cinco años son muchos años, aunque podáis pensar que no, que no es nada en el transcurrir de una vida. Todo cambia. Todo.

Mi siguiente plan es más interesante.
Voy a probar con diez años.
A ver qué tal. Ya os contaré.

Gente en su mundo

Yendo por Madrid descubro rostros que me marcan para siempre (o para un lapo).

La mujer de rojo
Calle Farmacia. Esa calle con escoliosis. Una mujer con un vestido rojo colorao se dirige hacia mí. De lejos parece que tiene un peinado Leia Skywalker pero cuando la tengo a mejor distancia visual descubro que lo que yo creía que eran las ensaimadas estilo rebelde de Leia son unos pedazo de auriculares de los gordos, de esos negros caros pa tener en casa porque si los llevas por la calle te pueden provocar tortícolis. En los pies lleva botas negras militares. Además es guapa.

Las hermanas fronterizas
En el Metro, línea 1. Dos hermanas (son hermanas porque lo digo yo) se sientan frente a mí. Se nota que son algo fronterizas pero no demasiado. Sólo un punto. La hermana 1, a la izquierda, tiene la cabeza chica y el pelo gordo y alto, como si le hubiera quitado el pelo a uno de los monos del Planeta de los Simios después de que éste hubiera metido los dedos en un enchufe. Tiene unos zapatos negros, viejos, con calcetines azules. La hermana 2, a la derecha, es algo más grande y su peinado es plano por arriba, raya enmedio, y engorda conforme el pelo se acerca a los hombros. Ella no sólo parece llevar el pelo de la prota simia del Planeta de los Simios... parece la propia simia de la película. Viste como la hermana sólo que los calcetines son rosas.

El chaval con granos
También en el Metro. Un chaval grasoso facial. Se hace notar en cuanto entras en el vagón. Lleva el móvil como reproductor de mp3, sin auriculares, a toda hostia. La banda sonora de nuestro viaje. Es música maquinera (unchu unchu unchu unchu titititititititit unchu unchu, etc.). Mira al vacío. Lleva el ritmpo con la pierna derecha. Viste chaqueta vaquera, pantalón de tergal, calcetines grises y zapatos heredados. Me llama la atención su reloj. Lo lleva en la muñeca derecha. Es de los gordos, con pantallón y numeracos digitales. Me llama la atención su otro reloj. Lo lleva en la muñeca izquierda. Es un reloj viejo y de agujas. Me pregunto si llevará la misma hora en los dos o simplemente es que sufre de diferencia horaria mental entre su lóbulo derecho y el izquierdo. Si tuviera que apostar, todo a la segunda opción. Medito sobre su dualidad analógico-digital y la relación de ésta con la música elegida para amenizarnos el viaje.

Tres momentos en tres días. Inolvidables.

Viaje de fin de curso

A ver, niños, no os levantéis de vuestro asiento. Venga, venga, vamos o tendré que poneros un negativo por mal comportamiento y a vuestros padres no les va a gustar nada... Los niños vuelven a su sitio y cuchichean. ¿Cuánto queda, profe? El niño que pregunta espera que sea poco. El viaje está siendo largo y agotador. Poco, bien poco, mirad por la ventanilla, que ya puede verse nuestro destino. Los niños se acercan a las ventanillas laterales. Entre la oscuridad pueden ver a lo lejos y creciendo casi imperceptiblemente el planeta Marte. Detrás, más pequeña, la Tierra.

Doble salto mortal

Se agarra con las uñas de los pies al borde del precipicio, como le enseñó su padre. Es una técnica dolorosa pero efectiva. Sabe que a la hora de saltar toda ayuda es poca. Flexiona las rodillas y echa los brazos hacia atrás. Ahora se imagina como un muelle encogido, listo para propulsarse, conteniendo toda la fuerza posible para soltarla de una sola vez. El sol asoma por el horizonte, su árbitro y disparo, la señal que estaba esperando. Como hiciera mil veces antes, salta, gira en el aire y espera el golpe.

Obra teatral: por un mundo mejor

Se abre el telón. Una luz se proyecta desde lo alto y deja ver a un hombre vestido como un mendigo (quizá lo sea). El hombre parece molesto con la luz que por el gesto que hace lo está cegando. Se cubre con la mano derecha y parece buscar a alguien entre el público (si lo hay) y grita:

¡Rendíos,
rendíos,
impíos,
jodíos,
malnacíos!


Una luz roja, como un amanecer, ilumina desde detrás del escenario al coro. No se ven sus caras, sólo sus figuras, negras, a contraluz. Da cierto jiñe (jiñe dramático-infernal). Hay hombres y mujeres. Cantan:

Chunta chunta, chun (silencio),
chunta chunta chun (silencio),
chun, chun, chun.

Un coro de niños surge de entre los coristas adultos. No cantan. Sólo guardan silencio. Se sabe que es un coro porque llevan un libreto, como los coristas que sí cantan. Sólo callan, pero miran fijamente su texto, concentrados en hacer lo que hacen lo mejor que pueden.

A todo esto, el mendigo, que no tiene nada que hacer se hurga la nariz. Parece pasar de lo que sucede a su espalda. Quizá es sordo.

El coro se queda en su sitio, haciendo un ruidito bajo, como un murmullo, como gente que habla, como miembros de un coro que han terminado de cantar y pasan de lo que viene a continuación y hablan pero, eso sí, por lo bajo.

El mendigo vuelve a ser protagonista. Vuelve a gritar (otra señal de que puede que realmente sea sordo, aunque todos saben que en el teatro se grita mucho para que los han pagado menos también oigan la obra; es confuso):

¿De qué os reís, por qué lloráis?
¿Acaso tengo monos en la cara o la bragueta abierta,
o es por mis bolsillos rajados,
por mi aliento a vino barato,
por mis uñas negras,
por mi olor a meados?
¿O quizá soy yo que lo veo así y realmente ustedes pasan y ni ríen ni lloran,
ni me ven, ni me huelen, ni nada de nada? Quizá es cosa mía.
Si es así, les pido perdón por mis gritos.

El mendigo se gira y parece ver por primera vez al coro.

¿Y vosotros?, les grita.

El coro responde, como una voz:

Chunta chunta, chun (silencio),
chunta chunta chun (silencio),
chun, chun, chun.

Y sigue con su parloteo.

Los niños no han aguantado más tiempo en su sitio y corretean por el escenario, jugando al pilla-pilla, en silencio.

El mendigo se mueve hacia un lado del escenario. El foco de luz no lo sigue. Tarda en volver unos minutos. Cuarenta minutos. Cuando regresa bajo el foco trae un bocadillo, la obra ha terminado y el público (si lo hay) ya se ha ido. El mendigo se gira hacia el coro, que deja de hablar entre sí. Los niños se han dormido apoyados unos contra otros.

El mendigo ofrece con un gesto el bocadillo al coro. El coro grita:

No, gracias, ya hemos comido.

El mendigo se sienta y come.

Se debería cerrar el telón pero los operarios se han ido a su casa.

Muerto de aburrimiento

Descanso en relativa paz, bajo dos metros de tierra, una lápida con un epitafio poco original y un gato que ha elegido mi garita como base de operaciones. A mi lado hay una señora viejuna que habla en voz alta. Se ve que murió hace mucho, porque no para de hacer cuentas para ver si le llegan los reales para comprarle las tierras a alguien de su pueblo. A veces se calla y al rato lloriquea, y entre pucheros se acuerda de sus niños que fueron a alguna guerra. Al otro lado un señor se pregunta cuándo le tocará a su mujer. Por lo visto compraron tumbas pareadas para pasar la eternidad juntos. Más de una vez he estado tentando de decirle que no espere, que su mujer, la estanquera del pueblo, se fue con un representante de golosinas y, si ya ha muerto, probablemente esté quién sabe en qué cementerio. Cosas de los vivos, me digo, que van a lo suyo mientras aquí nos aburrimos para siempre.

Desde que me enterraron vi que esto iba a ser un coñazo. Cada día es igual al anterior y los muertos de mi zona no son precisamente la alegría del cementerio. Lloran, hablan solos, gritan pidiendo ayuda... no asumen su situación. Y mira que yo intento hablar con ellos, hacerles ver que esto es así y que tienen que adaptarse, pero nada, no hay forma. Son todos unos siesos.

Creo que me pasaré la eternidad envidiando al grupito que se ha formado dos calles más allá, que siempre están de cháchara, alternando risas con charlas interesantísimas. Sólo me queda esperar a que un día me echen a la fosa común, que seguro que allí hay más ambiente.

El libro

¿Libros? En mi casa nunca hubo libros. Bueno, corrijo, hubo uno: un diccionario de español-francés. Desde que recuerdo estuvo allí, junto a la tele. Ahora que jamás vi a nadie usándolo, porque en casa, que yo sepa, nadie habla francés. Un día, mientras veíamos un partido de fútbol, le pregunté a mi padre por el diccionario. Puso cara de no saber a qué me refería. Le señalé el enorme volumen. Ah, dijo, ese, sí, emm, nos lo regalaron con la tele, creo. Y seguimos viendo el partido.