Recuerdo una peli en la que una familia permanecía más de veinte años encerrada en un búnker por creer que en la superficie una bomba nuclear lo había destrozado todo y que hasta pasado ese largo plazo de tiempo no sería posible sobrevivir fuera de su zulo. El prota, el hijo de la familia, que se había criado fuera de la sociedad, era Brendan Frasier, creo, sale al exterior y vive mil y una aventuras o más cuando a la familia se le acaban los víveres y demás cosas necesarias para pasar otros veinte años bajo la tierra. Una comedia, nada más. No obstante, guarda entre sus gags previsibles y actuaciones reguleras una lección que hice mía en cuantico la capté. Y así, siguiendo a estos genios del aislamiento social ideé yo mi plan.
Y os digo esto tras haber pasado cinco años encerrado en una cabaña en el monte. Cinco p***s años, matizo. Acojonado salí de mi cabaña, harto de comer los bichos que entraban por debajo de la puerta, conejos y ardillas que cazaba con mis trampas y telepizza que pedía con mi teléfono. El miedo a los cambios. Eso es lo más grande que ha parido madre. Porque el miedo a los cambios te hace mirar todo con los mismos ojos con los que María Antonietta miraba a su verdugo en tan fatídico momento. Y nada más salir los cambios se me echaron encima como una horda de fans sobre su ídolo de portada de la Superpop.
Lo primero: mi móvil era una mierda. Todo el mundo llevaba unos modernísimos, con internet, cámara de fotos con megapíxeles para parar un tren, reproductores de mp3 y no sé qué cosas más que se me quedó la cara tiesa del estupor.
Lo segundo (y tercero): por lo visto, en el futuro (ahora, quiero decir, cinco años después de mi encierro) no se puede fumar donde uno quiere. Esto lo supe cuando la gente empezó a mirarme mal cuando entré en un bar a tomarme mi primer café después mi arreón ermitaño. En principio pensé que me miraban así porque iba vestido con harapos, olía a choto y las uñas de los pies atravesaban con holgura la punta de mis zapatos. Luego vi que nadie fumaba. Nadie. Pero nadie, eh, no exagero. El camarero señaló mi cigarro con un dedo y con otro la puerta. Con el resto de dedos seguía secando un vaso. Flipé ipso facto. Y cuando fui a pagar vino el tercer cambio: ¿1.30 por un café? ¿Estamos locos?
Lo cuarto: tras el sablazo en la cafetería, me dirigía hacia mi casa cuando me llegó el siguiente shock temporal: el Madrid Rock de Gran Vía es ahora una tienda de ropa. ¡Sacrilegio! Entré en la tienda para pedir explicaciones y un señor muy amable y cargado de músculos me lanzó contra la acera, lo que me hizo sonreír: las aceras siguen siendo aceras, la gravedad terrestre continúa en su sitio y los matones de puerta siguen zurrándome como siempre.
Lo quinto, sexto, séptimo...: mi calle, mi portal, mi llave. Mi llave no entra en la cerradura de la puerta de mi casa. Toco al timbre. Al poco la puerta se abre y un niño de unos diez años me recibe con cara de no haber roto un plato. Mamá, un señor raro está en la puerta. Segundos después mi mujer aparta al niño, que me recuerda mucho a mi hijo (qué cambiado está), y me mira desconcertada, confusa, luego enfadada, llorosa, tremendamente irritada (ella también está cambiada, el tiempo pasa para todos, me digo). Ella se pone a gritar y un hombre sale (ese hombre no soy yo, deduzco) y me empuja (yo me dejo, no soy violento) hasta que me saca del edificio y dice no sé qué de que no vuelva más por allí.
En fin. Mi plan, como veis, salió a la perfección. Cinco años son muchos años, aunque podáis pensar que no, que no es nada en el transcurrir de una vida. Todo cambia. Todo.
Mi siguiente plan es más interesante.
Voy a probar con diez años.
A ver qué tal. Ya os contaré.
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