La asesina tenía muchas cosas que hacer antes que ponerse a limpiar aquel estropicio, aquel revoltijo de sangre, sesos y demás restos humanos. Borró algunas huellas, guardó la sierra mecánica en el estuche y salió pitando por las escaleras. En el rellano de la cuarta planta dejó el mono de trabajo que usaba para evitar pringarse el material sobrante y en su recorrido hacia la calle terminó de adecentarse. Cuando el taxista paró a su lado sólo vio a una mujer algo feúcha vestida de calle con una maleta, de un instrumento musical, parecía. Dónde vamos, preguntó el hombre. A Ortega y Gasset, ya le diré dónde parar luego.
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Dejó el estuche en la entrada, junto a los zapatos y el vestido. Se metió en la ducha y allí permaneció hasta que el agua acabó de borrar de su cuerpo, y de su mente, las secuelas de aquel día tan agitado.
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A las diez suena el teléfono. Esperaba la llamada. Tarda en descolgar. Siempre lo hacía. ¿Sí? Hola. Sí, ya está hecho... No, todo bien. Sí... ha sido fácil. (Alguien abre la puerta de la casa). Vale, vale, te dejo, hablamos luego. Piensa si todo está en su sitio, y lo está. Cariño, ¿estás en casa? Su marido deja las llaves sobre el armarito de la entrada. Mamá, mamá, grita Javier, que corre por la casa en su busca hasta encontrarla en la cocina. La abraza. Javi, tengo algo para ti, pero... (Ella saca un Kinder sorpresa de un cajón y lo esconde en una de sus manos.) tienes que adivinar en qué mano está... El niño acierta sin dudarlo un momento, agarra con ansia el regalo y corre a su habitación a abrirlo. El marido se acerca y la abraza. ¿Todo bien? Todo bien. ¿Queda algo por hacer? Sí, limpiarla... ¿lo haces por mí? La dejé en el patio. Ella pone cara de niña mimada y él se va refunfuñando en broma. Ella hace el trabajo y él limpia. Es justo, piensa, y tras sacar el KH7 se pone manos a la obra.
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