El agua marrón

Esta mañana el agua ha empezado a salir marrón. En el lavabo, en la bañera, allá donde hubiera un grifo, el agua ha empezado a salir marrón. Pero sólo la caliente. Entonces he ido a la caldera, la he apagado y he buscado el origen del cambio de color del agua. Y sí, efectivamente, en la tubería que va de la toma de agua hasta la caldera, he encontrado, atorados de mala manera, 4.500 plastidecores de color marrón.

La conferencia

El aula magna de la Facultad de Filosofía y Letras estaba a reventar. El murmullo de las cerca de quinientas personas que allí había empezó a poner nervioso a Salieri. ¿Cuánto había pasado desde la última vez que hablara en público, desde su última conferencia? Ya ni se acordaba.

Cuando recibió la llamada estaba cagando. Últimamente le costaba y solía pasar una hora o más sentado en el váter, leyendo revistas literarias, revisando ideas, reescribiendo recuerdos en su cabeza. La voz al teléfono le trajo muchos de esos recuerdos. Aurelio, el decano de la facultad, amigo de siempre, se había enterado de su vuelta a la ciudad y quería charlar y proponerle unas conferencias: los raros y la literatura. Él era un raro. Siempre se lo habían dicho. Durante años esa había sido su identidad, la del polémico escritor, el raro de turno, el incomprendido, el tertuliano provocador... y tantas otras etiquetas. Por qué no, se dijo, y aceptó sin mucha resistencia.

Casi todos los asistentes eran jóvenes estudiantes. Para algunos pocos, Salieri era un mito. Para la mayoría, un tío loco que les hablaría durante una hora y pico para que ellos pudieran sumar algún crédito en sus expedientes académicos. Para Salieri, tener el aula llena le estaba proporcionando una dosis inesperada de autoestima que le impedía ver las razones verdaderas que aquel público tenía para estar allí.

El decano hizo una breve presentación y Salieri se colocó frente al micrófono. Abrió la carpeta y al coger el primer folio de su conferencia, dejó una huella de sudor que emborronó algunas letras. Bebió un poco de agua y se concentró en no tartamudear:

"Buenas tardes. Me llamo Marco Salieri. Fui escritor, polemista, tertuliano, articulista, provocador... incluso un fraude, aunque sin mala intención, sea todo dicho. Hace un tiempo decidí dejarlo todo y me fui a vivir a una cueva. No una metafórica, no. Una real, y allí permanecí lo más cuerdo que pude, alejado de todo y de todos. Viví muchas cosas, pensé otras tantas. Hasta estuve a punto de perder la vida. Pero ahora estoy aquí, para contar lo que fue mi vida, real y literaria, durante ese tiempo y, lo más importante, lo que va a ser a partir de ahora".

Las bragas en el techo

Tengo unas bragas rojas pegadas en el techo,
me miran de reojo,
esperan al acecho,
respiran fuerte (roncan),
y no hay puerta,
ni ventana, ni tabique,
que detengan su dulce pensamiento,
su mirada en mi nuca,
el roce de sus bordados en mi pelo.

Tengo unas bragas rojas pegadas en techo,
y no son mías, creo,
para mí, sabes qué te digo,
que no tienen dueño.

Primer y Quizá Único Concurso Mundial de Palabras Hiladas

El Consejo Editorial de Lapos Mentales y Derivados Literarios ha fallado el resultado del Primer y Quizá Único Concurso Mundial de Palabras Hiladas a favor de las nuevas mentes literarias españolas de nuestro tiempo, del pasado y del futuro (de aquí que no haga falta, en opinión de sus fundadores, convocar una nueva edición... para qué).

Según las bases del concurso, los escritores participantes debían ser personas vivas nacidas en el siglo XX, en Andalucía, y actualmente residieran en la Comunidad de Madrid, en la Sierra Oeste, vivieran en casas con buhardilla y conocieran a un tal E.F.M. Tras finalizar el plazo de entrega de originales vía email el pasado 17 de noviembre, el Consejo se encontró con cero correos de participantes y 243 correos spam. Al no recibir ningún escrito el Consejo barajó la idea de dejar el premio desierto pero al final decidieron no hacerlo porque concederlo desgravaba. Fue entonces cuando contrataron los servicios del detective Tomy Balls quien en nada y menos encontró a dos personas que cumplían con las condiciones del concurso.

A continuación, los premiados:

Miguel M.M. - Premio Lapo Dorado por toda su obra, Premio Lavanda Campestre por su sensibilidad ecológico-literaria, Premio Ojete Simplista por su personalidad y Miss Sonrisa Playera (este premio había quedado desierto en el verano y lo tenían por ahí guardado en un cajón).

y

Marco G.H. - Premio Lapo Dorado Bis por toda su obra, Premio Gerontofilia Congénita por su amor a la tercera edad y Premio Lapo Reticulado Cuántico por la chorrada más grande jamás escrita.

El camarero

Salieri abrió el sobre de azúcar, echó la mitad en el café, hizo un gurruño con el resto y se lo metió sin pensar en un bolsillo de la chaqueta. Había leído la prensa sin prisa y hablado un rato con el camarero. Estaba contento. Tras la vuelta a la ciudad, se podía decir que su vida por fin era normal o lo más normal que podía ser la vida para alguien como él. De pronto, la máquina trapagerras empezó a montar una fiesta escandalosa a su lado que lo sacó de sus pensamientos y casi le hace tirar el café. Una china arrugada se había pasado la última hora echando monedas y al fin el premio se había rendido. Salieri la miró, buscándole los ojos para hacerle un gesto de enhorabuena. Quien la sigue la consigue. La china no levantó la vista. Ni sonrió siquiera al ganar. En cuanto empezó a caer el dinero del premio empezó a pescarlo hábilmente. Al siguiente minuto, la mujer había salido del bar con su botín. Cómo está el mundo, murmuró Salieri para sí.

El café estaba demasiado caliente para él. El camarero debió de ver su gesto porque se acercó y le ofreció leche fría. Más bien aprovechó para ofrecerle leche fría. Lo había reconocido. Llevaba años trabajando allí y conocía de vista al polémico escritor. Antes iba mucho al bar. Luego había dejado de venir. Hasta ahora. Él no sabía de la fase ermitaña de Salieri. ¿Le echo leche fría...?, le dijo. Sí, gracias, está que arde, respondió Salieri con una sonrisa nerviosa. Usted es famoso... un escritor... le recuerdo de otras veces, sabe. El cliente pareció no comprender durante unos segundos. Luego hizo el gesto de quien niega algo para aclarar un malentendido. No no, no se confunda, ese era otro yo. Ahora estoy en transición, aunque no sé a qué. Salieri acabó la frase con una sonrisa tímida. El camarero ni siquiera trató de comprender lo que le había dicho. Echó la leche fría en la taza de Salieri y se fue a otra mesa, prometiéndose ser menos curioso la próxima vez.

El sueño de 2010

Ya sabéis que yo ando escaso de sueños. Soy de los de meterse en cama, dormir y despertarse como si no hubiese pasado ni un segundo entre caer redondo y volver a la vida. Sin recuerdos de mundos oníricos. Pero anoche soñé que Ramoncín me metía mano en el paquete justo después de intentar justificarme su polémica versión de Cam as yu ar de Nirvana, en un banco de piedra de la ciudad de Sevilla. Lo vi delgado y estuve a punto de decirle que sus directos eran una mierda, y eso que no lo he visto jamás cantar en directo, pero por joderle un poco, que se estaba poniendo coñazo. Y va y hace el gesto de abrirme la bragueta... y le digo "¡pero qué haces?!", y el tío sonríe como si nada, y me suelta que "como había buen rollo..." Luego me he visto hablando con una pelirroja que me quería llevar al huerto. Esto ha estado mejor, pero no me daba buena espina y le he dicho que no. Al final ha acabado contándome que su hotel (tenía un hotel, gigante) parecía de muchas estrellas pero las habitaciones eran una mierda, y que no entendía por qué tenía tanto tirón, pero que bueno, que iba a cambiar el mobiliario de todas las habitaciones para que estuvieran mejor.

Ha sido raro. Un intento de tocamiento de Ramoncín y un ofrecimiento sincero y callejero de sexo de una tipa empresaria del sector de la hostelería.

Según mis cálculos, hasta 2011 no me toca soñar otra vez.

Fans

Te lo digo en serio, ¿por qué no me crees?, A ver, no es que no te crea, es que... es tan increíble, ¿Salieri en un Cash-Converters? En serio, verás, yo estaba allí buscando un cacharro de TDT para una tele vieja que tengo en el dormitorio y de pronto veo a Salieri que entra con una bolsa y se pone a hablar con el de la tienda. Abre la bolsa y saca una Remington del año de la polca, ¿Una Remington, una escopeta? No no, una máquina de escribir Remington. Estuve a punto de acercarme a preguntarle si era él realmente, no sé, pedirle un autógrafo, algo, alguna prueba de que era él, porque sabía que cuando te lo contara no me creerías... ¿Y? Y nada, me quedé embobado mirando cómo vendía la máquina y cuando se fue lo vi claro, claro como el agua, me acerqué al tipo de la tienda y le dije "cuánto por la máquina", se quedó pensando y dijo "50 euros", ¡50 euros! ¡Tengo la máquina con la que Salieri ha escrito su obra y me ha costado 50 euros! Bueno, eso crees tú, que es la máquina que... ¡Seguro, estoy seguro! He leído mil entrevistas, sus artículos... siempre habla de su Remington y ahora se ha deshecho de ella, ¡y la tengo yo!, Tú lo que eres es un flipao.

Nueva ortografía: ¡ya viene!

Sí, lo admito, soy un freak. Cuando sale (o va a salir) una nueva gramática, se me ponen los pelos de la espalda de punta, como a un puercoespín. Ya están contando en los periódicos los cambios que, a falta de la aprobación final de las academias, revolucionarán nuestras vidas. Que si la i griega cambia de nombre, que si quitamos tildes que sobran, que si perdemos dos letras del alfabeto... ¡Un no parar!

Como fan de los cambios, que seguro traerán ríos de tinta entre gramáticos, los recibo con alegría, porque esto es como cuando llega la primavera: se abren las ventanas, entra la brisa del campo, se cambia la ropa de los armarios y a las reglas de ortografía se les quitan las telarañas con un seco meneo de coctelera.

Nota: 800 páginas de ortografía que espero recibir como regalo de Reyes Magos (se dé por aludido/a quien deba o quiera).

La máquina

La máquina de escribir seguía donde mismo la había dejado meses atrás, en el cubo de la basura. Cuando la tiró allí no lo dudó. Ahora lo veía de diferente forma. Casi todo lo veía de diferente forma, y tenía claro que esa no era la manera correcta de deshacerse de ella. Tras los meses de convivencia con la naturaleza, su conciencia ecológica se había afinado mucho, tanto, que le era imposible mirar el cubo de basura y la máquina de escribir sin sentir cierta vergüenza. Definitivamente, la máquina no era orgánica así es que si la dejaba allí no se podría reciclar. Así no. Así nunca. Y, según recordaba, todavía funcionaba.

Salieri cogió la máquina, la metió en una bolsa grande y resistente y salió a la calle. Todavía no se había acostumbrado a la ciudad, a cruzarse con otros, a ser observado por los demás. Sentía cierto agobio. El ruido, los coches, el olor, la gente. Cuánta gente. Tras varias semanas casi sin salir de casa, ese era el día elegido para enfrentarse en serio al mundo real. Caminó varias manzanas, cargando la máquina con las dos manos, casi siempre, a veces, las menos, con una. No era pesada pero sí incómoda de llevar. A punto estuvo de dejarla a mitad de camino cuando se cruzó con un contenedor de obra. Había escombros, un somier y alguna otra cosa desechada por algún vecino. Lo pensó durante un segundo apenas y siguió adelante.

El momento más difícil llegó de improviso. Escuchó su nombre a su espalda. Alto y claro. Por un momento pensó en no hacerle caso, acelerar el ritmo y seguir hacia su destino, como si nada. Pero no le dio tiempo a ejecutar su instintivo plan. Una mano le agarró del hombro, con confianza. Al girarse reconoció a uno de sus vecinos. Hasta ese día los había esquivado concienzudamente y con gran éxito. Las pocas veces que había salido de casa se había asegurado de evitar el contacto, escondiéndose en los rellanos de los pisos, comprando a horas tardías en tiendas de chinos, embutiéndonse en su gabardina y ocultando su rostro tras las gafas de sol y la gorra de pana. Pero ese día había salido sabiendo el riesgo que corría y, en parte, sabiendo que algo así ocurriría. El vecino habló, le preguntó, gesticuló y hasta amagó un abrazo al despedirse que Salieri supo esquivar adelantando la mano y dándosela, cambiando el tercio. Durante la conversación, apenas pronunció unas palabras, las justas para no ser descortés, todas ellas vacías de contenido.

Tras el breve pero intenso encuentro, siguió con su particular misión. Cruzó un par de calles y llegó a la tienda. El Cash-Converters que recordaba seguía existiendo. Entró y, sin discutir el precio, entregó la máquina con la que había escrito la mayor parte de su obra. Le dieron 25 euros.