La máquina

La máquina de escribir seguía donde mismo la había dejado meses atrás, en el cubo de la basura. Cuando la tiró allí no lo dudó. Ahora lo veía de diferente forma. Casi todo lo veía de diferente forma, y tenía claro que esa no era la manera correcta de deshacerse de ella. Tras los meses de convivencia con la naturaleza, su conciencia ecológica se había afinado mucho, tanto, que le era imposible mirar el cubo de basura y la máquina de escribir sin sentir cierta vergüenza. Definitivamente, la máquina no era orgánica así es que si la dejaba allí no se podría reciclar. Así no. Así nunca. Y, según recordaba, todavía funcionaba.

Salieri cogió la máquina, la metió en una bolsa grande y resistente y salió a la calle. Todavía no se había acostumbrado a la ciudad, a cruzarse con otros, a ser observado por los demás. Sentía cierto agobio. El ruido, los coches, el olor, la gente. Cuánta gente. Tras varias semanas casi sin salir de casa, ese era el día elegido para enfrentarse en serio al mundo real. Caminó varias manzanas, cargando la máquina con las dos manos, casi siempre, a veces, las menos, con una. No era pesada pero sí incómoda de llevar. A punto estuvo de dejarla a mitad de camino cuando se cruzó con un contenedor de obra. Había escombros, un somier y alguna otra cosa desechada por algún vecino. Lo pensó durante un segundo apenas y siguió adelante.

El momento más difícil llegó de improviso. Escuchó su nombre a su espalda. Alto y claro. Por un momento pensó en no hacerle caso, acelerar el ritmo y seguir hacia su destino, como si nada. Pero no le dio tiempo a ejecutar su instintivo plan. Una mano le agarró del hombro, con confianza. Al girarse reconoció a uno de sus vecinos. Hasta ese día los había esquivado concienzudamente y con gran éxito. Las pocas veces que había salido de casa se había asegurado de evitar el contacto, escondiéndose en los rellanos de los pisos, comprando a horas tardías en tiendas de chinos, embutiéndonse en su gabardina y ocultando su rostro tras las gafas de sol y la gorra de pana. Pero ese día había salido sabiendo el riesgo que corría y, en parte, sabiendo que algo así ocurriría. El vecino habló, le preguntó, gesticuló y hasta amagó un abrazo al despedirse que Salieri supo esquivar adelantando la mano y dándosela, cambiando el tercio. Durante la conversación, apenas pronunció unas palabras, las justas para no ser descortés, todas ellas vacías de contenido.

Tras el breve pero intenso encuentro, siguió con su particular misión. Cruzó un par de calles y llegó a la tienda. El Cash-Converters que recordaba seguía existiendo. Entró y, sin discutir el precio, entregó la máquina con la que había escrito la mayor parte de su obra. Le dieron 25 euros.

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