El café estaba demasiado caliente para él. El camarero debió de ver su gesto porque se acercó y le ofreció leche fría. Más bien aprovechó para ofrecerle leche fría. Lo había reconocido. Llevaba años trabajando allí y conocía de vista al polémico escritor. Antes iba mucho al bar. Luego había dejado de venir. Hasta ahora. Él no sabía de la fase ermitaña de Salieri. ¿Le echo leche fría...?, le dijo. Sí, gracias, está que arde, respondió Salieri con una sonrisa nerviosa. Usted es famoso... un escritor... le recuerdo de otras veces, sabe. El cliente pareció no comprender durante unos segundos. Luego hizo el gesto de quien niega algo para aclarar un malentendido. No no, no se confunda, ese era otro yo. Ahora estoy en transición, aunque no sé a qué. Salieri acabó la frase con una sonrisa tímida. El camarero ni siquiera trató de comprender lo que le había dicho. Echó la leche fría en la taza de Salieri y se fue a otra mesa, prometiéndose ser menos curioso la próxima vez.
El camarero
Salieri abrió el sobre de azúcar, echó la mitad en el café, hizo un gurruño con el resto y se lo metió sin pensar en un bolsillo de la chaqueta. Había leído la prensa sin prisa y hablado un rato con el camarero. Estaba contento. Tras la vuelta a la ciudad, se podía decir que su vida por fin era normal o lo más normal que podía ser la vida para alguien como él. De pronto, la máquina trapagerras empezó a montar una fiesta escandalosa a su lado que lo sacó de sus pensamientos y casi le hace tirar el café. Una china arrugada se había pasado la última hora echando monedas y al fin el premio se había rendido. Salieri la miró, buscándole los ojos para hacerle un gesto de enhorabuena. Quien la sigue la consigue. La china no levantó la vista. Ni sonrió siquiera al ganar. En cuanto empezó a caer el dinero del premio empezó a pescarlo hábilmente. Al siguiente minuto, la mujer había salido del bar con su botín. Cómo está el mundo, murmuró Salieri para sí.
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