Picor (VIII)

Fue ella. ¿Quién si no? Nadie me odia tanto como para matarme. Y ella tenía razones. Las tenía, aunque yo no quisiera admitirlo. El viejo devolvió la lupa al bolsillo y me miró con curiosidad. Sí, fue ella, dijo, pero ya no hay nada que hacer. A su mujer todavía le quedan unos años antes de pasar por aquí. Ahora tendrá que olvidar todo aquello y prepararse para lo que le espera, que no es poco, sabe. El teléfono, enorme, con decenas de botones y luces, sonó de pronto, rabioso, y me hizo dar un saltito ridículo sobre la silla. El viejo puso cara de contrariedad. Quizá no solían llamarlo. Quizá era algo que pasaba cada muchos meses, o años, o siglos. ¿Tendría la edad que aparentaba? Seguro que no. Volvió a su silla, echó la mano al teléfono, esperó unos segundos, quizá pensando si era así como tenía que cogerlo o si antes tenía que pulsar algún botón... Descolgó. Diga, aquí Recepciones... Ahá... Sí... ¿Cómo?... ¿Y el sindicato qué ha dich? ¿Sí?... Vale. Hablamos luego. Adiós. Y colgó. Entonces se quedó mirando al teléfono, pensando, quizá, en la llamada. ¿Sindicato había dicho? Sí, eso había dicho. Puso las manos ("manitas", pensé, ¿habría oído mi pensamiento? Esperé la reprimenda) sobre la mesa y me miró. Verá, y se echó la mano al bigote, en un gesto muy suyo, supuse, Verá, señor, tenemos un pequeño problema. Se detuvo unos segundos, ¿esperaba que yo dijese algo? Verá, continuó, esto no es algo que suceda a menudo... nunca sucede, para ser más exactos, verá... es que estamos en huelga. ¿En huelga?, me oí decir, ¿Pero eso es posible?, ¿y eso qué tiene que ver conmigo?, ¿harán algo con mi situación? Noté que me estaba poniendo histérico. Él también lo notó y se levantó para cortar mi nervioso interrogatorio. Disculpe por todo esto. Ya le digo que no es algo normal. En estos casos poco podemos hacer. No le puedo dar detalles pero en lo que le concierne a usted... verá, no puede quedarse aquí, no puede quedarse. Parecía realmente contrariado. Ambos lo estábamos. ¿Entonces qué hago, vuelvo a la sala de espera? No no, eso no es posible, la sala será sellada para detener la entrada de nuevos fallecidos. ¿Entonces? Tendrá usted que volver. ¿Volver? Sí, volver, hasta nueva orden tendrá usted que volver a la vida. Salga de la sala y siga el camino que le trajo hasta aquí... ya... ya le diremos algo.

Eternamente

"Te encontré colgada de una rama, con cara de torpe militante, algo magullada. Llevabas un sujetador rosa horrible (rosa-horrible). No hizo falta que me pidieras ayuda. Estabas buena y eso era suficiente. Lo sé, qué superficial, pero cuando no conoces a alguien uno siempre es superficial. Ya llegará el resto, si es que lo hay. Me puse encorvado, las manos en el tronco del árbol, y apoyaste tus pies descalzos en mi espalda, en mis hombros. Esa fue la única vez que me tocaste, y yo a ti, aunque fuera con aquella camisa de por medio (la guardé un tiempo, sucia todavía de tus pies enarenados). Te soltaste, no sé cómo, y en unos segundos ya estabas corriendo por el camino hacia quién sabe dónde. Te dije adiós con la mano, no sé si hablé, pero no me viste. Y ya."

Epitafio encontrado en la tumba de F.J. Kronenberg (1924-2003), podólogo y afinador de gaitas.

Se fueron

Me rodeé de unos cuantos buenos y el resto se quedó en la puerta, esperando, y luego se fueron (se irían, digo yo... espera, que voy a mirar; sí, se han ido, o se fueron; se han ido yendo o se fueron de una vez todos. Ya no están, eso seguro). Al cabo de los años llegaron ellas. Alguna se quedó, otras se fueron, otras las "fui", alguna otra es como el ajo, y vuelve, toca al timbre, espera y al rato se va.

Yo soy el que siempre está, aunque a veces sea sólo un poco, pero siempre algo.

Picor (VII)

Nada a mi alrededor. Nada, y nada más. Silencio absoluto. Ni siquiera me oigo respirar porque simplemente no respiro. Ellos tampoco me oyen hasta que les hablo. Se asustan. Soy la voz que oyen después de que todo termine y oírme los asusta. Van llegando, uno a uno. Me buscan al oírme y no me ven. Entonces les doy turno. Es sencillo. Ese es mi cometido. Punto. Nada más. Llegan, les doy el turno y se van. Así de simple.

-Su turno es el 415. Pase a la sala y espere a que en la pantalla aparezca su número. Entonces pase por la puerta que hay bajo el luminoso.

Es curioso. Llegan siempre de uno en uno. ¿Así muere la gente? ¿Uno a uno? ¿O antes de llegar a mí hay algo o alguien que hace de embudo, que los pone en fila para que todo sea más ordenado? Eso no lo sabe nadie de aquí y lo he preguntado muchas veces. Al del Despacho. Es con quien puedo hablar, a veces. Él sale a veces, cada cierto tiempo...

-Su turno es el 416. Pase a la sala y espere a que digan su número...

... sale a descansar, pasan meses hasta que sale. Y hablamos unos segundos, y está harto. Y yo también pero es que... es que no sé. ¿Qué pasaría? ¿Qué pasaría si...

-Tome, tiene usted el 417, siéntese ahí y espere.

... es que no sé. ¿Qué pasaría? Eso, qué pasaría si...

-Su turno es...

... ¿Y si...?

-Su turno es el...

-Mi turno es, sí, mi turno, ¿cuál es mi turno? ¿Qué pasa?

-... es que... verá. Hoy... disculpe, es que hoy ya no damos más turnos. Hoy ya no hay más, señor. Vuelva por donde ha venido y si acaso... si acaso vuelva mañana. Disculpe. Mmm, gracias.

Y ahora qué.

Ahora a esperar.

El single en vinilo (tb en cassette)


¡¡La Canción de las Vocales ya en vinilo!!























¡Y también en cassette, para que la lleves en el Forfi!


Los de la ventana

Esto va para los de la ventana, que van de un lado para otro con sus hierros al hombro.

(Ahora es cuando canto una saeta)
(saeta)
(saeta)

(silencio)

(saeta)
(saeta)
(saeta)

(fin de la saeta)

En fin, que los probres están ahí con la solana restaurando la fachada y me da no sé qué. Ya ni bajo las persianas para que no me vean en gallumbos. Por lo menos que se deleiten con la vista, no?

Picor (VI)

Siento vergüenza y eso era todo. Él está allí, sentado a menos de tres metros de mí, como si nada. ¿Es esto el infierno? Espero mi turno. Ni siquiera me he quitado el casco. La vergüenza sería entonces insoportable. Agacho la cabeza para no verle los ojos y recuerdo. Una curva cerrada a la derecha, luego otra a la izquierda, adelanto a uno que monta una Honda. La carrera es mía, pienso. Serán seis mil euros por lo menos si consigo ganar esta vez, si quedo primero, seis mil euros. Ya sé que no es legal. Sé que es peligroso pero qué más da. Necesito el dinero, tengo una moto y sé correr. Voy primero y quedan pocos metros para la meta. La meta. Cada vez la ponen en un sitio distinto. Hoy es un paso de peatones en plena Gran Vía. Son las cuatro de la mañana. Empieza el domingo. Llegaré primero y huiré. La policía estará al llegar y no quiero que me cojan. Luego esperaré dos días y a cobrar. Ese es el plan. Ese era el plan. Acelero y no lo veo venir. Venía del trabajo, o iba, quizá. Se cruza y no me da tiempo. Me lo llevo por delante y no sé qué pasa conmigo. Bueno, sí lo sé. A la mierda. 416 me han dicho. Y él está ahí, leyendo su revista, y no sabe que fui yo, estoy seguro. No lo sabe, y la vergüenza me come por dentro.

Picor (V)

-Mamá querría... doctor...

Quiero a mis hijos, a todos ellos por igual. Eso les digo, eso les he dicho siempre, pero no es así. Y ellos lo saben porque no puedo evitar demostrar mi preferencia. Ahora aquí tumbada espero mi momento y mis hijos están conmigo. Los quiero. Me cogen de la mano. A veces puedo sentir sus manos sobre las mías. A veces. Otras no sé quién soy y quiero llorar pero no puedo. Mis hijos están aquí conmigo. ¿Andrés? Andrés no está. De pequeña me gustaba ir al río y mojar los pies en el agua fría sin que mi madre lo supiera.

-Quizá... voy al baño... dosis... drés...

¿Andrés? ¿Ha venido Andrés? Quiero verlo, mis ojos. He dejado el gas abierto. María, anda ve y ciérralo. María, niña, ¿es que no me oyes?, mi boca. Mi abuela me dijo que la muerte te coge de la mano para que no te pierdas en el camino y que sus manos son suaves y duras a la vez, ¿y frías?, no, son cálidas, como sentarse junto a la chimenea. Ay. ¿Me voy ya? ¿Ya? ¿Andrés?

-Tome, tiene usted el 417, siéntese ahí y espere.

Picor (IV)

Sentado en mi despacho los veo pasar. Todos medio sorprendidos, medio asustados, alguno incluso entra indignado. ¿Es que creían que la vida era para siempre? Soy la primera persona que ven después de entrar, después de salir, después de morir. Se sientan y durante horas, días, esperan en la sala su turno, el número asignado, sin saber qué pasará. Sólo yo lo sé. Y cuando los tengo delante de mi mesa intento ser lo más duro posible, lo menos humano posible. Son tantos años ya... Al principio me implicaba y acababan llorando en mi hombro, o enfadados y arrojaban las cosas de la mesa contra el suelo, incluso contra mí. Ahora ya no dejo que eso suceda. Hablo lo menos posible. Se asustan, me temen. Seré yo quien les diga qué va a pasar de ahora en adelante. Ya no son personas para mí, me digo, y así lo llevo mejor. Han pasado miles de millones por aquí. ¿Tantos? Tantos. Y mucho tiempo. Demasiado. ¿Mil años? ¿Dos mil? Ya no sé cuánto y creo que ya es hora de dejarlo. Hablaré con Recursos Humanos y pediré un cambio de departamento, porque dimitir, lo que se dice dimitir, es imposible. Esto es para siempre. Así me lo dijeron, esto sí es para siempre.

Cantera de mármol

Como somos guays, nos detuvimos en una cantera almeriense a observar el paisaje y de paso cometer un delito menor.


ME PIRO

Y mañana a Almería. Si me da por ahí, lo mismo os cuento algo de mis andanzas. Si no, pues na, el 15 vuelvo...

Adioles.

Picor (III)

Diario de una mujer liberada (página 1)

Querido diario,

Hoy he matado a mi marido, y me he quedado tan pancha. En serio. Pensé que sería mucho más difícil, que todo sería mucho más difícil. El antes, el durante y el después. Y no. Una vez tuve claro que no lo quería por aquí, el resto salió solo. Y perfecto.

Perfecto, sí. Dicen que no hay crimen perfecto pero ¿acaso no es perfecto aquel crimen que no parece tal crimen? Nadie sospecha. Hasta a mí me está pareciendo obvio que todo fue fruto del azar. Un azar que supo estropear la tele para que pareciera que la antena se había movido un poco. Un azar que acertó a hacerlo un día lluvioso. Un azar que quiso que ese día encerara el suelo y que mi marido, que en paz descanse, paseara sus zapatos por encima del parqué... No querer llamar al técnico, pese a mi insistencia, fue cosa suya (cosas de hombres) porque "eso lo arreglo yo en un plis plas, que no tiene nada, que yo puedo, espera que en dos minutos ya tienes la tele bien y puedes ver la telenovela". Santo varón, que dios lo tenga en su gloria. Sí, en su gloria, bien lejos. Lo más lejos posible.

Bueno, diaro. Te dejo. En el salón me espera toda la familia. Me verá llorar. Lloraré hasta que se harten de ver lágrimas. Luego agradeceré a todos su pésame. Sé que será sincero porque ellos me quieren, y le querían a él. Los abrazaré compungida. Luego se irán a seguir con sus vidas. Yo pasaré unos meses de tristeza, venderé la casa porque me traerá malos recuerdos, veinte años de recuerdos, y me iré a donde nadie me conozca, donde el sol me alegre la vida. Y seré feliz.

Picor (II)

Tenía un bigote a lo Poirot y unas gafas de cerca apoyadas en la punta de la nariz. ¿414?, dijo, mirando a la pantalla de su ordenador. Sí, soy yo, le dije y me acerqué a la mesa de madera oscura y a la silla que había delante. Siéntese, añadió, y me senté. Aquello parecía la consulta de un médico de los de antes. El ordenador no encajaba. Tendría que haber sido de madera o forrado en tela aterciopelada para conseguir integrase en el ambiente. El hombre tendría unos setenta años, arrugado y enjuto detrás de su pomposo bigote. El bigote tampoco encajaba en todo aquello. ¿Sería de pega? Por un momento pensé en tocárselo, tirar un poco de una de las puntas y comprobar si, No lo haga, dijo, es de verdad, y se llevó la mano al mostacho para dar un par de tironcitos. No me dio tiempo a reaccionar. ¿Y dice usted que ha muerto?, preguntó, como quien no se cree del todo que algo así pudiera pasar. Por un momento dudé en responder. Sería una broma, pensé, y se me escapó media sonrisa. Entonces fue cuando por fin se dignó a mirarme, No, no se ría, señor mío. Más de uno llega y todavía no es el momento. ¿Ha visto a la señora de la salita? Claro que la había visto. Sólo le faltaba roncar. Asentí. Pues, esa está todavía con un pie en el otro mundo. Va y viene, y así lleva una semana. Ayer entró sin esperar turno y tuve que mandar que la echaran. La gente se cree que esto es llegar y pegar, y no. Cada cosa tiene su momento; hay un orden y tenemos que cumplirlo. Volvió la mirada al ordenador. ¿Y cómo fue?, preguntó, y acercó las manos al teclado. Me caí de una escalera, respondí, había subido para arregl, Caída de escalera, ¿es usted albañil? No no, estaba en casa, iba a arregl, Mmm, ya. Entonces se levantó, o eso pareció, porque de pie era casi tan alto como sentado. Dio la vuelta a la mesa y se puso delante de mí. Su cabeza estaba a la altura de la mía. Sacó una lupa enorme del bolsillo y la usó para mirarme a la cara. Mmm, ya veo. Se quedó pensativo unos segundos, volvió a mirarme a través de la lupa y sentenció, Sí, definitivamente está usted muerto, y lamento decirle que no, no se cayó de la escalera, sino que lo tiraron.