Mientras pensaba en si cerrar este blog o no (al final decidí que no, que los lapos en algún sitio habrá que echarlos) recordé algo que me pasó el otro día en la sala de espera del traumatólogo. Cargado con mis radiografías, dolores y sueño alternaba yo la silla de plástico con paseos de moribundo cuando llegó un señor, otro paciente, supuse en un momento de lucidez, que se sentó a mi lado. Sin más interés que el que sale del aburrimiento, lo observé durante un rato. Rondaba los sesenta, más calvo que yo, con algo de sobrepeso y, a juzgar por sus gestos, con un dolor de espalda similar al mío (más propio de su edad que de la mía). Al poco de llegar se ve que cogió confianza y se puso a hablar, a murmurar, más bien, a quejarse, quizá para que todos viéramos lo malito que estaba. Aunque parecía no necesitar a nadie como interlocutor, pronto empezó a mirarme cuando hablaba, buscando mi apoyo, o parecer menos loco. En resumen, confesó estar herniado, sus dolores, y su próxima operación, todavía no confirmada del todo. Yo asentí con educación a su semimonólogo, por evitarme una dosis de vergüenza ajena, siempre incómoda, ya se sabe. El tercio cambió cuando llegaron más pacientes. Primero una pareja de gays (que digo yo que eran pareja, y gays, pero a saber) y luego una madre y su hijo, ambos de rasgos sudamericanos. Como se ve que al señor se le había acabado el tema hernia pero no las ganas de charla, me miró señalando a la pareja y sonrió, mientras entre dientes pude (o creí) entender la palabra "maricones", y sentir su desprecio. Cuando llegó la mujer con el niño, la indignación del herniado fue mayor. Se revolvía en la silla, y no parecía que fuera por el dolor. De nuevo masculló algo, "panchitos", o algo así, y su humor pasó del desprecio al enfado, bueno, una mezcla. Lo peor es que me miraba buscando complicidad y yo lo único que hice fue dejar de mirarlo. Supongo que se dio cuenta, no sé. Los demás, según creo, no se dieron cuenta de la reacción de este hombre. No habló tan alto como para ser oído, excepto por mí.
Al poco salió la enfermera y cantó los nombres, como en el bingo. El señor fue el primero y en cuanto oyó su nombre, se levantó y se dirigió a la puerta de la consulta. En la lista, yo era el segundo. A los cinco minutos salió el señor y, una vez más, me sorprendió acercándose a mí para decirme "el médico dice que la hernia está fatal, que hay que operar", yo no pude (ni quise) evitar sonreír, y, por primera vez, le hablé "y qué es, que trabaja usted mucho cargando cosas o haciendo esfuerzos", a lo que respondió "qué va, qué va, no sé por qué la tengo". Entonces me dio por ahí, todavía me estremezco al recordar el momento, y le dije "pregúntele al doctor si la hernia puede ser por cargar tantos prejuicios a sus espaldas, que eso puede acabar con la salud de uno, incluso llegar a herniarle", le sonreí y sin esperar más entré en la consulta.
2 comentarios:
Que genial eres Marco!
Qué quieres que te diga, flor, así soy yo! Bueno, corrijo, así me gustaría ser, porque bueno, sólo es un lapo... no te vayas a creer que está basado en hechos reales, tú.
Publicar un comentario