Como los zahoríes y sus aguas subterráneas, salto de calle en calle con mi palo retorcido. Pero lo mío no es el agua. Lo que yo busco sentir ese picorcillo en la nuca, el mágico chivato, que me señale hacia donde se encuentra el que será mi nuevo hogar. Y no es nada fácil. En el camino hay mil trampas, y evitarlas es sólo una pequeña parte de proceso. Porque pisos hay miles y sólo uno es el mío.
Bajo el sol del verano asfáltico, me dejo los ojos en esos carteles de Se Alquila, tratando de adivinar si aquello es un 1 o un 7, y llamo, cansado, ilusionado a veces, derrotado otras, las más, deseando que ese sea el definitivo y la tortura se acabe, dando paso a la siguiente, que es peor por dura, por estar más cerca del final, y porque no hay cuerpo que la aguante: la mudanza.
Y se da la paradoja de querer y no querer al mismo tiempo. Mejor ver más pisos, que no llegue el bueno, porque de ser así entonces ya no habrá forma de retrasar lo inevitable, de tener que, otra vez más, cargar con todo para volver a empezar.
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