Amigas
Bailamos en una fiesta gótica en la que los no-góticos somos mayoría. Bailamos, bebemos y ellas dos hablan acaloradamente. No las oímos porque la música no lo permite. Ni estando cerca podríamos. Han de hablar a gritos para oírse y en sus rostros se observa el fastidio, la impotencia por no poder comunicarse más cómodamente. Si por ellas fuera estarían en otra parte, discutiendo sin perder la voz en el camino. Agitan las manos. Debe de ser algo grave, o al menos importante, porque el resto baila y disfruta del momento y ellas, en medio de la pista, han creado su propia burbuja y sus propias reglas. Están allí pero no están. Un minuto después la conversación de detiene. Bajan las manos, dejan de mirarse y una de ellas se dirige a la salida, sin prisa pero con determinación. La otra, ahora sola, sigue descolocada. A su alrededor la gente sigue la música, cada uno a su manera, y ella parece no saber si unirse a la fiesta o salir de allí como su amiga. Tras unos segundos de duda en los que mira a su alrededor, quizá buscando a alguien, sigue los pasos que antes recorrió la otra y abandona el local.
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