Lapo mental 31

La cola daba la vuelta al edificio y cruzaba la calle polvorienta del pueblo. Sin arriesgarme a fallar, podría decir que allí estaban todos, desde el Alcalde hasta el Tonto del pueblo, la Mujer del Médico, el Médico, la Tendera y sus Hijos, el Sacristán, el Maestro, el Loco, la Ramera y el Cazador, todos estaban allí, y eran centena. Bueno, quizá la Abuela había preferido quedarse en su casa del río, rodeada de sus gatos, con su recuerdos de juventud y su pipa humeante siempre encendida. Pero el resto estaba allí, en fila, todos muy serios, nerviosos, y vestidos con la ropa de los domingos, planchada, brillante, ellos bien afeitados y ellas perfumadas con agua de colonia.

Todo era silencio, roto a veces por el ladrido del Chucho, alguna tos incontrolada o el llanto del Bebé del pueblo. Las manecillas del reloj del Ayuntamiento eran para todos objeto de seguimiento, pues a las doce del mediodía la cola empezaría a correr, y ya sólo quedaban diez minutos para tan esperado momento.

El sol estaba en todo lo alto y todos sudaban a mares, menos el Hijo del Carpintero, que nunca había sudado y no lo iba a hacer por muy especialmente caluroso que fuera ese día. La puerta del Ayuntamiento se abrió en el mismo momento en que las dos manecillas se juntaron en las doce.

El Párroco salió y tras él el Forastero. El Alcalde sonrió y animó con un gesto al Párroco quien sentenció: Amigos, ya podéis saludar a nuestro nuevo vecino, el Forastero, que desde las doce del mediodía de hoy será conocido en el pueblo como el Escritor.

Su nombre corrió de boca en boca hasta el úlitimo de la fila, que no era sino el Cartero, quien se había retrasado por culpa de una carta extraviada en su trayecto del día y que, tomando su lápiz gastado, escribió el nombre del nuevo vecino en su lista de trabajo. Al momento, la cola empezó a moverse y todos saludaron por turno al Escritor del pueblo, que no había dejado de sonreír de felicidad desde su nombramiento oficial.

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