Lapo mental 37

Dieron las dos y las luces del andén se apagaron. El metro quedó a oscuras, bueno casi, porque algunas velas pequeñitas permanecían encendidas, quizá por seguridad. ¿Habría guardias vigilando los largos túneles del metro? Lo iba a comprobar en un poco tiempo. Había permanecido dos horas encerrada una de esas garitas, normalmente ocultas a la vista, siempre cerradas, y lo había decidido en cuestión de segundos. Vio la puerta abierta, y dentro otra que daba a un baño, y allí se encerró, esperando el silencio y a que su reloj marcará las tres de la mañana. Fue entonces cuando se atrevió a salir. Quería buscar lo inencontrable, aquello que rondaba en sus sueños y a veces en sus pesadillas. Algo oscuro, más oscuro incluso que la boca del tunel que tuvo ante sí cuando consiguió bajar y poder tocar con sus manos las frías vías, gastadas, del metro. Todo era silencio, creía, aunque de vez en cuando algo chirriaba, un eco que podía venir de cualquier parte de la enorme red de agujeros horadada bajo la ciudad. Entró en el tunel, pegada a la pared izquierda. Al poco se acostumbró a lo negro, a guiarse con la luz de vela que daban aquellas bombillas minúsculas colocadas cada mucho. Tardaba mucho en llegar a la siguiente estación, pensó, y es que se movía muy despacio allí abajo; quizá por miedo se paraba cada dos por tres para escuchar, por si acaso, se decía, y acababa concentrándose en su cada vez más agitada respiración. Cuando oyó la voz, quiso gritar.

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