Coger la espuma, que se deslice por la palma de tu mano, que las burbujitas te hagan cosquillas entre los dedos y de pronto se vayan, adondequiera que se va la espuma cuando muere. Así decía el viejo que había que vivir. Así decía que era vivir de verdad. Y él lo hizo hasta el día en que se lo llevó la guerra a otras tierras y se lo tragó sin más noticias que una carta en la que prometía volver. De niño, camino del colegio, pasaba por delante de su taller y era para mí casi un ritual asomar la cabeza para ver en qué andaba ese día el viejo. A veces lo encontraba retorciendo alambre para algún arreglo, o hacía nuevo un sillón que parecía a punto de deshacerse. Otras, las mayoría, dormía en su butaca con el pellejo de vino en el regazo.

Era emocionante entrar en aquel sitio lleno trastos, hierros y mil cachivaches, la mayoría de ellos sin utilidad a mis ojos de entonces. El viejo siempre que me veía junto a la puerta me hacía el gesto de entrar y yo no me resistía. Me sentaba en una silla regastada y tras un rato de casi religioso silencio durante el que escudriñaba en busca de algún objeto desconocido, me atrevía a preguntarle sobre todo aquello que en casa era tabú, porque el viejo sabía de todo y no se mordía la lengua. Me hablaba como a un hombre, como a un igual.

1 comentario:

Reb dijo...

Me hubiera gustado encontrarme con un hombre así. Alguien tenía que haberme explicado (antes) eso de la espuma cuando muere en la mano.
Beso