A la vuelta de la esquina

Calle Churruca, frente al número 3.

A su espalda, dos hombres tirados en suelo, posiblemente muertos; en su mano, el arma del crimen; a su alrededor, cientos de personas, algunas de ellas miembros de la policía, gritan "asesino, asesino". En su cara no hay odio, ni sorpresa, ni miedo, ni vergüenza, ni dolor, ni tan siquiera la media sonrisa del malo que se sabe atrapado. Si acaso se atisba un rastro borroso de tristeza que nadie comprende. La mayoría espera que deje la pistola en el suelo y se entregue. Algunos creen que gastará su última bala en evitar todo lo que le espera. Otros seguro que lo desean. La policía espera. Si hace algún movimiento brusco ninguno de los agentes dudará en dispararle. Si deja el arma todo será más fácil, más limpio.

Calle Pez, en el número 4.

Carmela ha tenido una noche horrible. Los últimos tres clientes han sido muy seguidos y tiene el coño destrozado. Ya no está para tanta juerga. Al llegar a casa lo único que quiere es desnudarse, meterse en la bañera, fumarse un porro en silencio y dormir las tres horas que le quedan hasta que suene el despertador. Y eso hace. Arriba se oye música. Seguro que los estudiantes están montando una buena fiesta. Si beben demasiado harán más ruido y a algún gracioso se le ocurrirá golpear su puerta y le joderán lo poco que le queda de noche, pero el cansancio puede con todo eso y cae rendida. Despierta con ganas de morirse. Vomita. Se ducha en un minuto y en cinco ya tiene puesto el hábito. Sor Carmela ya está lista para preparar sus mejores rosquillas con sus hermanas dominicas.

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