¡No hagáis ruido!

Pocos recuerdos y uno tan claro, todavía fresco en la memoria. Si cerraba los ojos, casi podía oír su voz, ver su cara, su gesto, la escena completa. Ella, su madre, y él, un niño que la veía llegar con el enfado contenido en el rostro, con el temor a un mal despertar, el miedo a las malas caras, a las malas palabras. Ella intentaba cumplir con su trabajo de fin de semana: mantenerlos en silencio hasta la hora de comer. El niño entendía a veces y mandaba callar a su hermano pequeño, pero seguía siendo un niño y su cabeza andaba en otras historias. Madrugaban para jugar, y gritaban, y corrían, y daban portazos, sin entender muy bien por qué no debían hacerlo. Luego llegaba la tensión. Si la puerta del dormitorio se abría antes de mediodía sabían que casi seguro se había despertado por su culpa y que llegaría en silencio, enfadado con ella por no haber cumplido con su deber, y con ellos, por ser niños. Si había sido así, si ellos lo habían despertado, la escena podía acabar siendo un almuerzo callado y tenso, o bien, y peor, convertirse en uno con gritos y palabras feas. Ambos eran malos finales. Era entonces cuando el niño, que a veces entendía, comprendía por qué el rostro de su madre se manchaba de tensión y temor cuando les regañaba con aquel ¡no hagáis ruido, que vuestro padre está durmiendo!

2 comentarios:

JuanRa Diablo dijo...

Este lapo es mucho más viscoso. Me ha dado miedo e intranquilidad.

Y algo de pena.

MSalieri dijo...

Nunca sabes cómo va a salir... a veces salen más amargos.