Z.

Z. nunca quiso ser más de lo que es. Por eso no lo veréis hacer o decir, mirar o escuchar. Algo ya es demasiado para Z. Se mantiene al margen de todo y de todos. Como la inicial de su nombre, Z. prefiere esconderse detrás de todas las demás letras, mantenerse más allá de un segundo plano. Si por él fuera, flotaría sobre los demás, agarrado a los bordes de otra dimensión, más invisible que el aire, pero el azar, los hados o lo que sea que pone orden en el caos ha querido que Z. nazca en este mundo y se rija por sus estrechas reglas.

Cuando Z. va a trabajar se esconde en los vagones de metro. Sólo algún adormilado y despistado viajero del suburbano se fija en él, y siempre por error, como cuando involuntariamente miramos al techo y nos encontramos con un bichito o una mancha con forma rara que al momento ya hemos olvidado. Z. se viste de forma neutra, con colores grises, a juego con su mirada. Si pudierais ver su armario tendríais que apartar la vista a los pocos segundos, no porque la ropa de Z. sea desagradable a la vista, sino porque el cerebro humano no es capaz de fijar durante demasiado tiempo su atención en tan vasta monotonía de formas y colores.

Z. tiene su propia escala de valores, principios y normas morales. En un alto porcentaje coincide con el del resto de los humanos de su entorno pero, calculo, hay un 10 o 15% que se sale todo lo visto hasta ahora por antropólogos, sociólogos y psicólogos. Por supuesto, Z. intuye que algo no anda bien en él, pero no se para a reflexionar sobre ello. Sabe que es diferente y que eso lo hace especial, sabe que no encaja, que su brújula marca un norte tembloroso que a veces ni siquiera es norte, lo sabe, pero a nivel subconsciente. No digo que alguna mañana no se despierte con la sensación de haberse equivocado de planeta. Estoy seguro de que de vez en cuando, durante unas décimas de segundo, su mente detecta el desfase que le separa del resto de seres humanos, pero inmediatamente, como cuando se nos desvanecen los sueños, lo olvida.

Con esto que os cuento puede parecer que Z. no tiene una vida dentro de la sociedad. Si esa ha sido la impresión que os he dado al hablar de este curioso hombre, habéis dado en el clavo. Porque es cierto que Z. interactúa con los demás, pero no lo hace con la intención de pertenecer, de conectar. Cuando Z. se comunica con los demás es simplemete para cubrir necesidades básicas, por obligación laboral o porque de no hacerlo sería inmediatamente encerrado en un centro de recuperación de mentes perdidas, o como sea que se llamen ahora los manicomios.

Z. ha entrado hace poco en mi vida, de la manera en la que Z. puede hacerlo: tangencial y superficialmente. Esta cercanía casual me proporciona el privilegio de poder observarlo con la curiosidad y asombro del que ha descubierto una nueva especie sobre la Tierra, y no deja de desconcertarme. Z. es una buena persona, y ahí empieza todo.

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