Imbéciles

A diario me tropiezo con varios. Los tengo en un ránking que repaso concienzudamente cada cierto tiempo. La razón, que la imbecilidad tiene sus altibajos y no siempre el aparentemente más imbécil merece seguir estando en lo alto de la tabla. La competición es dura. Los imbéciles luchan entre sí sin saberlo por escalar puestos, por encumbrarse y llevarse mi aplauso personal, callado, mi aprobación, que a veces les transmito oculta entre otros comentarios más inocentes o simmplemente con una palmadita en la espalda.

Los imbéciles lo son a tiempo completo, y eso es muy duro. Veo sus esfuerzos, minuto a minuto, por destacar, por llevarse la medalla de la imbecilidad, sin que parezca importarle a ninguno perder la dignidad en el proceso. La dignidad es lo de menos en la escala de valores de los imbéciles.

Muchas veces los veo juntos, hablando, riendo, compitiendo (no pueden parar; si lo hicieran, morirían, imagino). No lo hacen a propósito, lo de reunirse. Puede que haya, teorizo, cierta frecuencia del cerebro que los hace afines, que los atrae entre sí, como a los inmortales de la peli de Christopher Lambert. Verlos en manada me toca la fibra sensible, como cuando veo un documental siestero de La 2. El comportamiento gregario siempre es emotivo, más todavía si es involuntario.

Los imbéciles no están impedidos para trabajar, dirigir, hacerse ricos o gobernar un país. No es una condición que los inutilice para ninguna labor (la Constitución simplemente los ignora, como si tratar de legislar sobre ellos fuera una labor inútil; cómo reglamentar sobre tanta gente y tan difícil de distinguir de los demás).

Lamentablemente, no se ha inventado todavía un detector de imbéciles. El inventor sería digno del premio Nobel, si los imbéciles, temerosos de ser descubiertos, no acabaran antes con la vida del iluso creador. Ningún imbécil que se precie de serlo permitiría que un aparato así llegara al gran público. Eso si es consciente de su imbecilidad, que muchos ni lo saben. Los que sí, los imbéciles conscientes, tienen claro que pueden ser detectados por algunas personas y por eso se esconden entre la masa, camuflados, pareciendo tan normales como el resto, y casi siempre les sale bien. Llevan toda la vida disimulando, o intentándolo, aunque es inevitable que a veces bajen la guardia. Es entonces cuando tenemos la oportunidad de desenmascararlos. Pero hay que estar atento, muy atento, porque es fácil confundirlos con los tontos, los idiotas o con los simplemente gilipollas. Y no son lo mismo. Ni de coña. A los imbéciles hay que darles de comer aparte.

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