El viejo del bastón
El polémico escritor salió echando leches del café Gijón y sin rumbo fijo. Lo único que quería era alejarse de allí, de las preguntas incómodas del periodista, del desayuno interminable que había pedido sabiendo que sería incapaz de comérselo, de las miradas que la gente le lanzaba, a él y a su chándal, su inseparable chándal. La huida le hizo sudar pero no hizo nada por evitarlo. Al contrario, aceleró el paso hasta que su falta de forma y de oxígeno se hicieron con el control de su cuerpo y lo arrastraron hasta un banco. Resoplando, se sentó al lado de un viejo con bastón. Los viejos con bastón, en opinión de Salieri, eran como un cuchillo de doble filo. Si no había que fiarse de los viejos en general, si además el susodicho era usuario de bastón o similar, había que temerlo como al mismo demonio. Pero se asfixiaba y no podía ponerse exquisito con el banco y su actual inquilino. El pulso le golpeaba en las sienes, el aire entraba y salía con dolor y el viejo del bastón lo miraba espectante. Esperaba quizá verlo morir allí mismo, y seguro que si algo así sucedía ni pestañearía. A los viejos la muerte ya no les soprende. Cuando vio que el escritor empezaba a recuperar el aliento, volvió su mirada a su objetivo anterior, un perroflauta que hacía malabares con unas pelotas de goma. A Salierie el gesto no le gustó ni un pelo. Durante unos segundos imaginó que se levantaba y con la velocidad de un felino le robaba el bastón al viejo y corría sin volver la vista atrás hasta su casa, lo colgaba en la pared del salón, como un trofeo de caza, y pasaba la tarde imaginando el gesto sorprendido, enfadado, impotente del viejo sin bastón. En lugar de eso, se levantó, se fue hasta casa y convirtió al viejo del bastón en la víctima odiosa que moría en una de sus creaciones literarias.
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