Blanca y negra

Viene a recogerme mi hermano. Al salir del Centro lo veo apoyado en el coche. Se lo ve cansado. Han sido dos meses sin verlo, culpa mía. No me cuesta sonreír cuando se da cuenta de que ya estoy fuera. A él tampoco. El camino a casa es largo, dos horas, calculo. Allí me esperan los amigos y la familia. Sé que han estado preocupados por mí. Me pongo en su lugar y no sabría qué pensar. Siempre he estado muy cuerdo, hasta que dejé de estarlo y el mundo se nos vino encima. El doctor Villalobos dice que es más común de lo que parece. Que algo, no sabemos qué, puede provocar un mal funcionamiento de ese ordenador tan complejo que es nuestro cerebro. Alteraciones químicas que llevan a la obsesión, a no distinguir realidad de fantasía, a desquiciarse y a complicarle a la vida a todos los que nos rodean. Eso es lo que más me duele. Perder el trabajo fue prácticamente indoloro. No lo echo de menos. 

Por el camino Luis pone algo de música. Trata de no hablar del tema, como si no hubiera pasado nada. Tanta normalidad no es normal. Está tenso. No sé cómo decirle que ya estoy bien, del todo, que ya no tengo la cabeza llena de locuras, que las he sacado todas y las he dejado en el Centro. Ya no vivo en el mundo de Oz, como dice el doctor. Pero ya sé que será así. Luis, mis padres, el resto de mi familia y amigos tardarán en volver a la normalidad, mucho más que yo. 

Es increíble lo fácil que es volverse loco. Es un camino suave por el que andas sin casi darte cuenta, y cuando lo terminas de recorrer ya estás perdido. Todo son sensaciones. Así empezó mi locura. La sensación de no estar en mi casa sino en otra igual pero distinta, de oler las cosas y no reconocerlas, de ver a las personas, a mi propio hermano, y sentir que no es el mismo, que me lo han cambiado, como en aquella película, La invasión de los ultracuerpos, en la que los alienígenas sustituían a las personas creando cuerpos idénticos que nacían de unas semillas. La locura creció sin darme cuenta. No era capaz de ver las diferencias pero las sentía. No tenía pruebas de que todo había cambiado porque realmente nada había cambiado. Nada salvo yo, mi mente desquiciada. Luis me puso al día en el trayecto a casa. En el Centro los estímulos exteriores estaban vetados. Las noticias políticas, deportivas, las historias familiares me fueron metiendo de nuevo en la realidad, la otra realidad, la de verdad, porque la vida en el Centro tampoco era real, si acaso un limbo en el que mi mente estuvo descansando, desestresándose, volviendo en sí. 

Cuando llegamos a la ciudad, paramos en el supermercado. Luis quería comprar unas cosas antes de llegar a casa. Me pareció bien. Era una pequeña parada antes de enfretarme a la familia. Enfrentarme. Esperaba un buen recibimiento aunque lleno de dudas y temor. Cerveza, leche, pan... ayudé a Luis como siempre lo había hecho, cientos de veces antes. ¿Quieres algo? Me dijo. En el Centro la comida era buena pero repetitiva. Se echaban muchas cosas de menos, detalles. Nocilla, Luis, cógeme un vaso, de la de dos colores. Es mi favorita. Luis se me quedó mirando dos segundos, tres, antes de responder. Rober, no hay de esa que dices. Vaya, pues de la otra. Mi hermano hizo el amago de volver a hablar pero se contuvo, cogió el vaso de Nocilla y nos dirigimos hacia la caja. No tenéis Nocilla de dos colores, le dije a la cajera. ¿De dos colores?, preguntó la chica. Sí, la de dos sabores. Debe de estar usted confundido, señor, nunca hemos tenido esa variedad, y que yo sepa no existe, y mire que llevo aquí trabajando cinco años. Por un momento creí que me estaba tomando el pelo. Pero solo fue un momento. El gesto descompuesto en la cara de Luis fue más que suficiente. Vámonos, le dije. ¿A casa?, preguntó. No, a casa no.

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