En letras negras

En la puerta acristalada de mi despacho no reza en letras negras 'Ángel Luis Pérez, Detective Privado', porque ni la puerta es acristalada, ni soy detective, ni me llamo Ángel Luis Pérez. Por no tener no tengo ni despacho.

Qué geniales esas novelas negras que empiezan así, con las letras en la puerta, el detective que se enciende un cigarro (cigarrillo, lo llaman ellos), llena medio vaso de whisky de una botella que guarda en uno de los cajones de su vetusta y semipolvorienta mesa, y que recibe, sin demasiada sorpresa, la extraña visita de una despampanante rubia que le ofrece mucho dinero por resolver un caso irresoluble que él en principio rechaza pero que, acuciado por las deudas y por la posibilidad de llevarse a la cama a la rubia, acepta luego sin darle más vueltas. Y se va todo enredando un rato y desenredándose otro para descubrir quizá que es ella la mala de la historia, o quizá la mala a medias, interesada al menos en la muerte o desaparición del hombre que el detective ha de encontrar, por dios, encuéntrelo, detective, actúa al principio, con lágrimas incluidas, porque qué mejor prueba de inocencia que las lágrimas de una rubia despampanante, pero el detective siempre acaba por leer entre líneas, en los márgenes y allá donde sea posible leer algo que le lleva, pista tras pista, hasta el esperado y siempre y nunca obvio final.

Qué sería de los detectives sin las rubias despampanantes, el whisky, el humo del tabaco y los policías, y el soplón, y el bruto gángster y sus hombres. Porque los polis no pueden faltar y siempre son tontos, los pobres. Así el detective destaca mucho más, lo que los llenan de celos y por eso es obligada la escena en la que el jefe de policía amenaza al detective, no meta sus narices en este caso o le acusaremos de obstrucción a la justicia, le dice, pero a él le da igual, porque si les hiciera caso no podría seguir investigando y la novela se acabaría en la página 20, y la rubia se iría a llorarle a otro detective, suertudo él.

Y está el soplón que es malo pero no sabe serlo demasiado y siempre lo pillan, y es feo y deforme y su pistola es más cutre que la de los demás. Hasta su nombre es peor: se llama Snitch, Oly, Jerry el tuerto, el cojo, el jorobado... Pero al final si no fuera por el soplón no habría historia, porque es el que le va al detective y le dice que sabe dónde se esconde la víctima, o el culpable. Y no se come nunca un colín. Ni las putas le hacen caso. Pobre hombre. Y el gángster, siempre el sospechoso, culpable incluso, hasta que no se demuestre lo contrario, porque es un delincuente, y lo sabe todo el mundo y tiene hombres armados que siempre van con él, y tuvo algo con la rubia tiempo atrás, o quizá ahora y es por eso que se ha montado todo porque el gángster y la rubia quieren que el detective demuestre que lo cierto es falso y lo falso verdadero para ellos quedar absueltos del asesinato del marido de ella, ricachón anciano sin ninguna duda, ella heredera con amante armado y con cicatriz en la cara. Pero no cuentan con el soplón, que ama en secreto a la rubia despampanante y en secreto odia al gángster que tanto lo ha malatratado y allí está el detective que le servirá para su doble venganza, yo te digo y tú me ayudas, y hasta puede que el detective caiga en la trampa del feo soplón y acabe llevándose las culpas del doble homicidio, porque el soplón es feo pero no tan tonto como parecía, y el detective es un guaperas pero no tan listo como todos creíamos, y acabará entre rejas por el crimen del otro, sin dinero, ni rubia, ni más casos que resolver.

Es entonces cuando llego yo y alquilo el despacho, que para qué lo quiere él si está preso, y pongo mi nombre sobre la puerta acristalada, en letras negras, que desde dentro se ven al revés.

No hay comentarios: