Bocaseca

Bocaseca se pasaba las horas muertas humedeciéndose las comisuras de los labios. Era un tic que asqueaba a todo aquel que se cruzara con nuestro amigo. Asco de verle la boca seca. Asco de ver su lengua seca tratando de resucitar esos labios en perenne sequía, dolorosamente arrugados, impropios de su edad y belleza. Porque sí, Bocaseca era un bellezón, un efebo de los pies a la cabeza que habría sido el modelo ideal de cualquier artista si no diera tanto asco ver sus desérticos labios y ese trozo de carne amorfo que tenía por lengua y que iba de una comisura a otra, cual estéril limpiaparabrisas, arañando más lo incurable, asqueado de sí mismo, incompetente en su frenético ir y venir en ese su cuarteado y pequeño mundo.

Guapo y maldito, Bocaseca acabó por recluirse en la cabaña del lago, adonde había ido otras veces a descansar de las asqueadas miradas de la gente. En su retiro final pasó las noches observando las estrellas, meditando a ratos, llorando a veces, buscando una respuesta en las ramas de los árboles, en los peces, en los pájaros que le despertaban cada mañana. Pero todo fue en vano. Su boca seca, su lengua de lija, su tic imparable y obsceno, y la frustración, que se había convertido su estado habitual, desembocaron en una inevitable locura, silenciosa y con raíces profundas, que le robó la poca humanidad que todavía le quedaba y, en cierta manera, acabó con su martirizada agonía: Bocaseca olvidó su nombre y su pasado y vivió con la locura como única compañera el resto de sus días. No volvió a pensar ni una sola vez en lo que hasta ese momento había sido su triste y reseca vida, y consiguió así alcanzar algo parecido a la felicidad.

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