Tenía la cara como el culo de un mono. Sin exagerar. Peludo por todas partes menos por el centro, donde una nariz apatatada concentraba todo el protagonismo. Qué nariz... ¿y los ojos? Ni idea, pero veía como todo el mundo. Nunca lo vimos tropezar. Sus amigos sospechábamos que la cejas en cascada los ocultaban y que con los años se habían atrofiado con lo que había tenido que desarrollar un sistema de radar, como el de los murciélagos. Él nunca lo negó. En esos momentos, imaginábamos que bajo la densa barba rojiza se formaba una sonrisa, pero sólo era una hipótesis. Una vez le vimos la lengua. Fue comiendo, claro. Cuando abrió la boca para pegarle un bocado a un bollycao aprovechamos para asomarnos, para confirmar su humanidad, convinimos luego, y vimos algo grande y rojo. Su lengua. Nuestra teoría sobre la posibilidad de que su lengua fuera también peluda se fue al traste.
Con los años, nuestro amigo Culo de mono sufrió, como todos, el tiránico azote de la alopecia. Su caso, no podría ser menos, fue especial. Ni uno solo de sus pelos aguantó en su sitio y de bola peluda pasó a pelón total. Ni cejas le quedaron al pobre. Y eso fue su final. Al menos su final como amigo, pues ninguno de nosotros fue capaz de mirarle a la cara tras esa transformación. No fue nada planeado, pero al poco tiempo dejamos de llamarlo. Y él de llamarnos a nosotros. Qué habrá sido de Culo de mono...
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