Salió del autobús harto de kilómetros, harto de aguantar a sus compañeros, desconocidos, semiviejunos, que durante tres horas no habían cesado en su parloteo bajuno, de voces chillonas y chistes verduscos y facilones. Salió con hambre, con sueño, y en el bar le pusieron un café bien caliente y un bollo. Quedaban otras tres horas de viaje y aquello le parecía un miniinfierno. En un momento, algo le hizo girar la cabeza, sin razón aparente, y los vio sentados en una mesa, hablando, comiendo. Eran conocidos, no del bus, de su tierra. Amigos de su hermano. Se acercó a ellos adelantando mentalmente la sorpresa que les produciría, y así fue. Ella lo reconoció al momento y de su boca abierta por la sorpresa salió un "¿lo sabe tu hermano?" El comentario fue suficiente para hacerle deducir que él, su hermano, también estaba allí. Ella lo señaló, a su espalda. Y allí estaba, viendo la tele, alegrándose por el último punto del tenista español que le hacía pasar a la final. Con el café en la mano, se acercó a su hermano y le sacó de aquel embelesamiento tenístico, tocándole el hombro, preguntando por el resultado, también buscando la sorpresa que no hacía falta buscar, porque su cara lo dijo todo.
El encuentro fue extraño, especial, inesperado para ambos. Uno bajaba en autobús desde Madrid a Málaga. El otro en coche desde Burdeos camino de Almería. El azar los había reunido allí, y ya es mucho azar el que hace falta para que se dé algo así. Quince minutos después de aquel momento, el bus salía de nuevo hacia su destino. En el bar de carretera quedaba, todavía con la sorpresa en los ojos, el hermano que en breve cogería el coche de vuelta a casa.
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