jerbo.
(Del ingl. jerboa, y este del ár. clás. yarbū‘).
1. m. Mamífero roedor norteafricano, del tamaño de una rata, con pelaje leonado por encima y blanco por debajo, miembros anteriores muy cortos, y excesivamente largos los posteriores, por lo cual, aunque de ordinario camina sobre las cuatro patas, salta mucho y con rapidez. La cola es de doble longitud que el cuerpo y termina en un grueso mechón de pelos.
¿Alguna vez habéis tenido mascota? Yo sí. Cuatro jerbos. Se llamaban Tachín, Homer, Meconio y Siete, y los cuatro murieron por mi culpa.
Al principio tenía a Tachín y a Homer. Eran, parecían, felices. Corrían de un lado para otro dentro de su enoooorme jaula. De vez en cuando los dejaba sueltos para que corretearan por casa. Ese fue mi primer error. Al ir a cogerlo, no sé qué pasó... Tachín corría y yo detrás de él. De repente él estaba debajo de mi gran bota y su pequeño cráneo hacía 'crac'. El ruido de su muerte. Crac. Grité y grité, y cuando dejer de gritar estaba en la calle. Había corrido varias calles desde casa, sin mirar atrás.
Durante las siguientes semanas Homer estuvo solito en la jaula. Para él ya nada era lo mismo. Estaba triste y yo lo notaba. Para solucionarlo me hice con otros jerbos (sí, así es, son Meconio y Siete). Serían la compañía perfecta para Homer, pensé. Ese fue mi segundo error. A los pocos días noté que los jerbos no se llevaban bien. Y más concretamente los nuevos con el anfitrión. Y lo noté porque al pobre Homer los otros dos le zurraban sin compasión. Pensé que alguna solución habría. Pensé y pensé, y pensé de más, porque una mañana allí estaba el pequeño Homer, acribillado a bocados, sangrante y ya muerto.
Así es que ya solo me quedaban Meconio y Siete. Durante un tiempo todo fue bien. Muerto Homer, los dos jerbos matones se lo pasaron en grande. Se llevaban bien y disfrutaban de la vida como sólo sabe hacerlo un jerbo. Por aquel entonces yo pintaba y tenía la casa llena de lienzos. De estos lienzos salían una especie de pelusas gordas, pequeñas madejas de lienzo que los jerbos utilizaban para jugar, las usaban como almohadas y eso, y yo, claro, les dejaba esas madejas en la jaula. Ese fue mi tercer error. Una mañana busqué a Meconio en la jaula. Como no lo veía, supuse que estaba bajo algún trozo de lienzo. Y así era. Bajo una madeja de lienzo, tieso como la mojama, yacía asfixiado Meconio.
Ya sólo quedaba Siete. Fue el superviviente durante mucho tiempo. Llegué a verle canas en los bigotes. Sí, Siete aguantó mucho, mucho, hasta que me fui de viaje y lo dejé en su jaula, no sin comida, claro. Allí le preparé suculentas provisiones. Frutos secos, manzana... de todo un poco, suficiente para aguantar unos días, pensé. Ese fue mi cuarto error. Cuando volví del viaje Siete todavía vivía. Estaba esquelético, pero vivía. Corriendo lo llevé al veterinario, muy cerca de casa. Estaba deshidratado, me dijo. En ese preciso momento a Siete le dio un infarto. El doctor intentó reanimarlo con el dedo, masajeando el diminuto pecho del jerbo (¡vamos, Siete, aguanta!). Fue inútil.
Como comprenderéis, después de esta experiencia durante mucho tiempo tener máscota no ha estado entre mis prioridades vitales pero el otro día vi en una tienda unas tortugas muy monas y no sé... me lo estoy pensando. Ya os contaré si tal.
Lapo basado en hechos reales.
Dedicado a E.
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