Bajando por las escaleras de mi casa (no viene a cuento pero iba a comprar pan y birras) me han dado ganas de hacerle una patada voladora a mi vecina de abajo. La situación era perfecta. Yo acababa de hacer el giro obligatorio en el rellano que hay entre mi planta y la tercera y me dirigía a paso ligero hacia el siguiente tramo de escaleras. Ella, mi vecina (breve descripción: anciana prefuneraria), ayudada por su sufrido bastón (siempre lo lleva empuñado así es que no sé si bajo la mano hay algún tipo de figura tallada, un águila, un mapache, o si es una bola de cristal con una calavera dentro, no sé) andaba ya por el cuarto escalón, a cinco, calculo de mi privilegiada situación. Podría haber pensado en tirale un cubo de brea ardiendo, al más puro estilo de soldado defensor de castillo vs. miles de orcos invasores (quien dice orcos, dice vándalos, hunos o una tropa de señoras en día de rebajas en perfecta formación romana de tortuga), pero no. Algo en mi cabeza me dijo que ese era el momento perfecto para una patada voladora. Llevaba la velocidad justa (había prisas por las birras, no por el pan) y tan sólo tendría que dar un pequeño salto (grácil), elevar la pierna derecha y dejar que las amigas gravedad e inercia hicieran el resto: empotrarme en estética postura karateka contra la arrugada cara de mi, seguro que sorprendida, vecina.
Una décima de segundo más. Sólo una más. Una décima de segundo más con esa idea en la cabeza y os juro que le habría destrozado la cara a mi vecina con mi patada voladora. Pero simplemente se fueron, la idea y el descontrol, justo una décima antes, y tras un "buenas tardes" esquivé a la vieja, que me sonrió, y salí en busca de las birras y el pan, sabiendo que no volvería a tener una oportunidad tan clara de hacer algo realmente memorable.
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