Estaba lista. El reloj con forma de Cristo fosforito del chino me dijo que me quedaban 35 minutos. Hostias. Salí a la calle, cerré los ojos y agudicé el oído. De siempre he tenido buen oído y de algo me tenía que servir. Escuché un martillo neumático no muy lejos. Crucé varias calles y di con la obra. Bingo. Dos viejos miraban embelesados la obra de acondicionamiento incluida en el Plan E del barrio: cambio de aceras, mejora del parque, que incluía cambio de bancos, árboles, una estatua y una fuente. Sobre los bancos hablaban los dos viejos. Uno de ellos tenía problemas de espalda y dudaba, al ver el nuevo mobiliario del parque, que esos bancos tuvieran un respaldo que a él le viniera bien para sus achaques. Pensaba protestar, pero dudaba que tuviera alguna respuesta, visto el resultado de sus anteriores protestas (cambio del semáforo por otro más moderno pero con un ruido para ciegos horrible, farola que daba luz cuando no hacía falta, excesivo paso de viandantes por la zona). Decidí que ese sería el señor mayor (o el amigo, si fallaba el primero). Tenía una media hora para conseguir su objetivo.
El concurso (I)
En la cuarta fase del concurso tenía que encontrar a un señor mayor y convencerle para que viviera conmigo al menos dos meses. Tenía 1 hora para conseguirlo. La prueba no era fácil, pero después de pasar las tres primeras etapas camino del premio final, no estaba nada dispuesto a rendirme, y salí del plató corriendo hacia la calle. La Gran Vía estaba a rebosar de gente. Día punta, hora punta y yo, vestida de lagarterana (por la segunda fase del juego), me subí a valla que separaba la calle de la acera y oteé en busca de un señor mayor, Gran Vía arriba, Gran Vía bajo, y nada. Los viejos no van a la Gran Vía. Allí sólo había chavales y guiris. Entoces me quité los zapatos de tacón y corrí hacia la calle Luna. Craso error. En cuanto las putas de la zona me vieron llegar, reaccionaron como una manada de hienas y corrieron tras de mí con la intención de zurrarme de lo lindo mientras yo trataba de explicarles que no estaba allí para quitarles sus esquinas, que era un concurso... pero nada. Subí la Corredera con el corazón en la boca y los gritos histéricos y blasfemos de la horda de meretrices. Cuando se cansaron/vieron que yo me alejaba de su territorio, pude parar y recuperar el aliento. Entré en un bar, el reloj de pared de Martini me decía que había gastado apenas un cuarto de hora; pasé al baño y trate de desputiferar mi cara: fuera maquillaje, uñas postizas y pestañas; me recogí el pelo. Luego pasé por un chino y me compré unos zapatos bajos y un vestido made in china (allí mismo me lo puse, en el pasillo de los tuppers) que me acercó un poco al look María Teresa Campos rejuvenecida.
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