Hubo una vez un hombre que trepó por una escalera de mano, de las que se usan para subir a un tejado, de las que usan los payasos para hacer reír con sus torpezas... una escalera de mano, vamos, una escalera.
Hubo una vez un hombre que trepó por una de estas escaleras de mano, sin más intención que subir, simplemente subir. La apoyó en el suelo y comenzó a subir. Qué estupidez, claro, visto desde nuestra perspectiva, pero la verdad es que en ese momento nadie lo vio así. Todos miraron embobados cómo subía, como quien ve por primera vez el océano, un agujero negro o la magia de la levadura en el pastel. Siguieron el ascenso del hombre, quizá envidiosos, quizá asustados, durante horas, hasta que llegó al último escalón y desapareció por entre las nubes. Los que allí se encontraban esperaron quietos durante unos segundos, temiendo que en cualquier momento la escalera se viniera abajo. Entonces, los más osados se acercaron y la tocaron: la escalera permanecía de pie, vertical, apoyada sobre el suelo, firme, como si ella misma pudiera aguantar el peso de todo el cielo. Poco a poco muchos más quisieron comprobar aquel maravilloso artefacto y se acercaron a tocarlo, y sin que nadie mediara más palabra comenzaron a subir como antes había hecho el que creían dueño de la escalera hasta que todos fueron desapareciendo uno tras otro por entre las nubes.
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