La hostia con la bici

Escribo esto todavía conmocionado así es que no sé si se me entenderá bien o no. Me acabo de pegar un piñazo con la bici, sin que medie ninguno de mis atrevimientos habituales: no iba rápido, no hacía el caballito, no sorteaba agujeros de manera suicida ni nada por el estilo. Simplemente pedaleaba y al segundo estaba en el suelo. El casco me ha salvado de abrirme la cabeza. Las manos todavía me duelen, y las rodillas. Tras salir despedido de la bici y caer de boca lo primero ha sido la sorpresa, luego el dolor, luego ha venido la incomprensión. Una vaca que pastaba al borde del camino me ha mirado quizá compartiendo mis emociones, no lo sé. La bici estaba tras de mí, con la rueda delantera doblada sobre su eje, no rota. He comprobado que no tenía nada roto, tampoco sangraba (yo, no la bici). He enderezado la rueda y entonces me he dado cuenta de la causa del hostión. No había chocado con nada, el suelo de tierra no tenía ningún obstáculo. La culpa era de la bici. El freno de atrás se había quedado pillado en seco. Aturdido todavía, he seguido el cable del freno de un extremo a otro. Las zapatillas de freno seguían presionando la rueda. Por qué. No podía pensar bien. He apartado la bici del camino buscando la sobra de un árbol y algo de tranquilidad y allí he descubierto el fallo. El tubo de plástico que recubre el cable del freno a la altura del manillar se había salido, no sé cómo, está muy duro, y en lugar de volver a su sitio, se había atascado contra la tuerca que lo aguanta. El resultado, que tras frenar levemente, el tubo se ha salido, se ha quedado pillado el freno, la bici se ha parado en seco y he salido volando. Así de simple.

He vuelto a casa a ratos en la bici, a ratos andando. Me duelen los pulgares y tengo las rodillas raspadas, como un niño chico.

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