En la fila de la ventanilla del banco, delante de la señora de la bolsa y de cháchara con el auxiliar de la ventanilla, un jubilado de pelo cano y elegancia apolillada, frena el ritmo de la fila. Parece discutir algo sobre la pensión, que algo le falta, que algo le han cobrado de más, no sé. La señora, como los demás, está algo harta de esperar. Parece incómoda. Tendrá problemas con las piernas. Podría sentarse y le guardaríamos la vez. Delante de mí, detrás de ella, una mujer joven escucha música, o simplemente lleva los auriculares puestos y la música apagada. Apuesto por lo primero, porque no parece darse cuenta de nada. Ni del retraso por el viejo, ni de la incomodidad de la viuda blanco fácil para los ladrones como yo, y menos de mis divertimentos mentales observándolos a todos, cada uno en su mundo particular, como pequeños muñecos que hacen lo que yo pienso que deben hacer.
Cuando el viejo elegante termina sus gestiones, el alivio se nota al instante. Hasta se oye algún "por fin" entre las personas que van detrás de mí. La señora de la bolsa pasa por encima de la raya pintada en el suelo, la frontera entre la cola y el espacio de privacidad del cliente frente a la ventanilla, abre la bolsa, saca una pistola, nos la enseña a todos con una tímida sonrisa en la cara y apuntando al auxiliar del banco le dice con un susurro que todos oímos claramente "démelo todo, por favor".
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