Toda una vida

Pasa la mañana el padre Fructuoso marcando la frontera entre el camino y el césped que crece frente a una de las entradas del monasterio. Día tras día desde hace 79 años cumple con su deber de jardinero y no se permite que el camino de entrada sufra los ataques de las malas hierbas que con su desorden natural, como una barba descuidada, rompen el impoluto equilibrio de la que es su casa desde los 11 años, "cuando todavía me llamaban por su nombre de pila, Moisés Miguel". Le gustaría que el camino fuera de piedra, por lo limpio; esa es su obsesión. "Con una cuerda y la azada de mano, y con paciencia, y con mimo", se enorgullece ante los visitantes señalando el camino recto, rectísimo. Luego se vuelve hacia los muros del monasterio, manchados por el musgo, y agría el gesto, impotente por no poder acabar con tan molesta plaga. "Qué bonito estaría todo si la humedad no trajera esos verdes que se agarran en la piedra...", se lastima el benedictino. Menos de veinte para todo el monasterio. "Faltan manos en Samos". El padre Fructuoso se aprieta la cuerda que sujeta el hábito y vuelve a entrar en su casa. "Este año saldrán grandes las hortensias", se despide, y sonríe cuando se van los turistas.

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