Alcanzamos al ladrón justo en el momento en el que se disponía a saltar la valla y perderse en el Retiro. Después de un par de patadas y unos puñetazos se calmó y nos contó su historia:
-Si queréis que os sea sincero mi intención inicial no era la de robaros. Jamás se me ocurriría causaros mal alguno. Todo en mí es bondad; hasta el más malo de mis pensamientos rezuma buenas intenciones. No me creéis, y lo entiendo, porque ¿cuál sería entonces la explicación creíble para el acto que habéis presenciado? ¿Qué otros motivos hasta ahora ocultos me habrían llevado a correr tras vuestra amiga, tirar de su bolso y llevármelo conmigo para seguir aun más frenéticamente con mi ya hasta ese momento frenética carrera? Os lo diré, y no porque quiera salvar mi vida, evitar una paliza mayor o acabar en manos de los valientes policías de nuestra reputada ciudad, no. Lo haré porque quiero que me veáis como lo que soy: un hombre honrado que ha caído en la peor de las trampas. Al principio para vosotros todo serán desconfianzas, dudas, pura incredulidad, pero conforme os vaya aclarando los detalles vuestro ánimo se irá poniendo de mi lado y hasta es posible que acabemos tomando alguna cerveza en aquel bar de enfrente, riéndonos por lo sucedido, porque los malentendidos que son finalmente desenredados acaban por convertirse en anécdotas, y no hay que esperar demasiado tiempo para que se obre tan sorprendente transformación... Os cuento pues. Todo empezó la mañana del 15 de abril. Llovía y había olvidado mi paraguas en casa así es que tuve que refugiarme en un portal. Allí me debatí entre la espera, quizá demasiado larga, y la posibilidad de requerir los servicios de un taxista. Entonces pensé...
-Demasiado para el cuerpo -interrumpí. Le dimos dos patadas o tres más y seguimos nuestro camino. Realmente echábamos de menos a los ladrones de antes, sucios, sin estudios y con las costillas más duras.
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