Hay un viejo calvo que se sienta en el banco que hay frente al portal de mi casa y pasa allí todo el día. Es vecino mío, creo. Sólo se va cuando le acucia el hambre, el sueño o esos otros imperativos fisiológicos comunes al resto de los mortales que ahora no voy a detallar, aunque podría. Que cómo sé yo esto, fácil: llevo todo el puto día observando sus hábitos. De no ser así no habría podido llegar predecir sin apenas error cada uno de los futuros movimientos de este desecho humano.
A veces algún otro vecino se para, conversa con él un rato y sigue su camino. El calvo entonces se queda inmóvil, esperando la siguiente visita, temiendo quizá que esta vez llegue vestida de negro y portando la manida guadaña. Según mis cálculos, si hoy fuera la primera vez, que no lo es, que este hombre pasa el día sentado en ese banco observando a la gente, si se mantuviera en su puesto lo que le queda de vida, que siendo optimista pueden ser veinte años... no, quince como mucho, la totalidad de la población mundial habría pasado por delante de su calva al menos una vez (cálculos hechos a ojo, claro). Creo que él no es consciente de ello, pero se está convirtiendo en una meca para mucha gente, una meca que hay que visitar una vez en la vida, aunque sea sin intención alguna.
Hace un rato he escupido tres veces por la ventana con la vana intención de acertarle en la calva. La puntería no es lo mío. Mañana será otro día.
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