Tocó al timbre por tercera vez, aporreó la puerta y gritó su nombre, ¡Luis! Sabía que estaba allí porque desde la calle la cortina del salón se había movido sospechosamente y en la media hora que había pasado con la oreja pegada a la puerta había oído dos ruidos dentro de la casa. ¡Luis, joder, ábreme la puerta!¡No pienso irme, eh, que lo sepas! Entonces calló y esperó. El ruido de los cerrojos al ser descorridos fue la bandera blanca que estaba esperando. La puerta se entreabrió y pudo ver a su amigo, despeinado, en pijama y con la desconfianza agarrada en sus ojos. Qué quieres, le dijo, con la voz de alguien que acaba de levantarse de la cama. Tío, Luis, déjame entrar, llevas dos semanas sin dar señales de vida, ¿qué te pasa? Trató de empujar la puerta, sólo un poco, probando las defensas de su amigo, que reaccionó al momento cerrando la puerta violentamente. ¡Vete! ¡Déjame en paz! ¡Vuelve dentro de un mes y hablamos! le gritó alejándose de la puerta. Roberto se quedó sentado en un escalón, cerca de la puerta, sin saber muy bien qué hacer. Al poco, sintió que Luis se acercaba a la puerta y lo observaba por la mirilla. Luis, joder, qué te pasa, sólo quiero hablar un rato, que me cuentes qué te pasa. Me lo cuentas, veo si estás bien y me voy, y te dejo solo con lo que sea que estés haciendo. Tras un minuto de silencio, la puerta volvió a abrirse. Roberto se levantó, despacio, y se acercó a la puerta. Se asomó. Luis no estaba. Entró y cerró la puerta tras de sí. El ruido de pasos le llevó hasta el salón donde su amigo parecía estar pasando la mayor parte del tiempo. Allí tenía varias cajas de pizza abiertas, algunas tiradas por el suelo, muchas latas de cervezas, libros y un reproductor de cds. Las tupidas cortinas estaban echadas lo que le obligaba a tener las lámparas encendidas, a pesar de ser las cinco de la tarde. Después de observar aquel caos, se sentó frente a su amigo. Al momento vio que el televisor no estaba en su sitio. Luis, ¿qué pasa? ¿Qué follón tienes liado aquí? ¿Y tu tele? Luis, que hasta ese momento había estado evitando su mirada, se giró hacia él y señaló hacia el otro lado de la habitación. El televisor estaba en el suelo, desconectado. A su lado descansaba el ordenador de Luis, una radio-despertador y el teléfono móvil. Todos apagados. Luis, estoy esperando. Qué te pasa. Luis lo miró durante unos segundos antes de responder:
Rober, tío... estoy hasta los huevos de las putas elecciones generales... Luis se incorporó hasta sentarse. Estoy harto. Te levantas, pones la radio y no se habla de otra cosa. Vas a leer el periódico en internet y lo mismo. Sales para ir a trabajar y hay carteles colgados de las farolas con las caras de los candidatos. Llegas al trabajo y la gente te pregunta que si has visto el debate, que si vas a votar, que por qué no, que por qué a ese y no a otro... Camino a casa una furgoneta con música de campaña y una voz te grita que vayas a un mitin y cuando te sientas a comer en todos los informativos, más de lo mismo. Tío, hasta en los programas deportivos hacen campaña, cualquier excusa vale para intentar captar tu voto. Hasta las noticias aparentemente no políticas son simples cañas de pescar en manos de los periodistas partidistas. No puedo más, Rober, no puedo. Me quedo aquí hasta que termine todo. He pedido vacaciones en el trabajo y no pienso salir de casa hasta que todo termine.
Luis volvió a recostarse en el sofá, sin retirar la mirada de su amigo. Roberto se mantuvo callado, rumiando todo aquello. No sabía cómo tomárselo. No comprendía cómo su amigo había llegado hasta ese punto. ¿Se habría vuelto loco? Se levantó del sillón y cogió su abrigo. ¿Entonces estás bien, no, Luis? El gesto afirmativo fue suficiente. Bien, entonces me voy, te dejo y ya hablaremos cuando... cuando te apetezca. Bueno, me voy, he quedado con Bruno y Pedrito para ir a votar. ¿Te vie...
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