Me descuelgo por la ventana cada noche y vuelvo las esquinas una y otra vez hasta no saber dónde estoy. A veces desde su balcón una señora que se pasa las horas muertas mirando la calle me saluda tímidamente. Mi hermana dice que espera para saludarme y que luego se mete en su casa, que ella la ha visto hacerlo más de una vez. Yo no me lo creo demasiado. A mi hermana le gusta tomarme el pelo día sí, día también. A las cinco de la mañana ya he olvidado por qué hago lo que hago y despierto horas después, en mi cama, vestido y todavía algo borracho. Huele a café. Es mi hermana. Sabe que es el momento. Cuando aparezco en la cocina no me pregunta, no me habla. Sabe que me molesta, que hasta que no desayune es mejor pasar de mí. Cuando le he dado dos bocados a la tostada, hace la pregunta de siempre: ¿Y bien?
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A mi hermana le cuento todo. La gente piensa que es por esa confianza que sólo puedo haber entre hermanos. Se equivocan. Le cuento todo por su increíble memoria. La mía es de pez, y si no la tuviera al tanto de todo, casi no tendría constacia de haber vivido. Ella evita que yo tropiece demasiadas veces con las mismas piedras. Empieza con un "recuerda cuando te pasó..." y acaba con un "así es que ya sabes qué te puede pasar esta vez". Y yo sigo su consejo, casi siempre.
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Esta mañana he despertado más contento de lo habitual y ella se ha dado cuenta. Me ha preparado el café y unas tostadas bien quemadas, con aceite y tomate. Y de extra, zumo de naranja. Eso es porque sabe que habrá una buena historia tras el desayuno. Y tanto. Ni siquiera le he dado tiempo a preguntar y he roto la tradición: ¿Recuerdas a la señora de la ventana? A mi hermana casi se le cae el café. ¡No!, ha gritado mientras intentaba contener la risa, y yo no he podido esperar para describirle mi escalada a lo casanova hasta el balcón.
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