Pasó diez años bajo la tarima de la casa. Allí podía oírlo todo. Desde el crujir de la madera, que siempre estaba ahí, como perenne banda sonora, las pisadas lentas y profundas de los adultos, las pequeñas y ligeras de los niños, que se hicieron más firmes con el tiempo, las risas, los gritos, llantos, broncas, portazos, gemidos.
Bajo el suelo el tiempo pasa muy despacio pero a todo se acostumbra uno. Los primeros meses, todo es desesperante. Querría participar, interrumpir, poner orden cuando el caos campa sobre el techo, que es el suelo de los demás. Cuántas veces se mordió la lengua para no gritar. Cuántas pensó en salir, en agarrarlos, abofetearlos y sacarles del error. Cuando los meses se han hecho años la tranquilidad, la paciencia, se hace con la situación. Observar como testigo neutral se hace más fácil, casi natural. Ya ni siquiera existe el impulso de ser como ellos. Se mira pero no se toca.
Y si salió no fue por no soportarlo. Tampoco por ansiar algo más. Salió porque tocaba.
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