Cierro los ojos e imagino. Qué fácil, ¿no? La brisa (falsa, regular, insuficiente) sintética del ventilador se convierte tras mis párpados en un fresco y fuerte viento que tensa la vela de mi ágil velero (¡hacia el horizonte, marinero!, grito imaginario dibujado por estos labios resecos que se resisten a no participar), el sudor en la frente (en los brazos, la espalda, las manos) deja de ser un castigo cuando en mi mente se disfraza de agua-espumeante-de-olas-que-rompen-contra-mi-barco. Deslizo las manos por el timón, y cierro los ojos, también en mi farsa, para sentir más intensamente el agua sobre la cara.
Qué forma más estúpida de sobrellevar el calor, me dice el sentido común, que aprovecha la interrupción para recomendarme varias tiendas donde podría comprar un cacharro de aire acondicionado.
No, si cuando tiene razón, hasta hay que agradecerle que me joda estos momentos de sugestión refrescante.
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