D. Carradine fue encontrado muerto desnudo y atado de una manera muy extraña dentro del armario del hotel de Bankok en el que se hospedaba.
Últimos 10 minutos de D. Carradine
-Señorita, no quiero que me pasen llamadas durante las próximas dos horas.
-Clalo, señol Caladine, no se pleocupe.
David se miró en el espejo. 72 años son muchos años para seguir haciendo películas en las que se requiere cierto fondo físico. Se mantenía en forma y eso nadie lo podía negar. Muchos a su edad estaban ya para el arrastre y él todavía se atrevía con alguna que otra escena complicada, aunque reconocía que la mayor parte del trabajo físico lo hacía su doble. No obstante, David no faltaba nunca a su cita con el gimnasio. Además, corría unos 10 kilómetros diarios.
Encendió la radio y buscó algo de música americana movida. Entonces se desvisitió repasando casi inconscientemente las distintas marcas que tantos años de cine le habían ido dejando en el cuerpo. Cicatrices de accidentes durante el rodaje. Eran sus óscars, como solía decir en tono jocoso cuando le preguntaban los periodistas y fans. Abrió la maleta que siempre le acompañaba en sus rodajes y sacó una cuerda.
35, 36, 37, 38... saltos a la comba, 39, 40. Le gustaba verse delante del espejo mientras hacía sus ejercicios. Verse sufrir era verse mejorar. Así lo había aprendido desde que siendo niño comenzara con las artes marciales. 41, 42, 43. Recordó tiempos mejores. Kuan Chan Kein y la fama que le había traído. Bill, más recientemente, con Tarantino, que le había sacado del olvido. 44, 45, 46, 47. Entonces sonó el teléfono, y se desencadenó el caos: el ruido inesperado le sacó de su estado de concentración, perdió el ritmo, se pisó el pie derecho con el izquierdo (maldita sea), se dobló el tobillo lo que le llevó a perder la verticalidad mientras la cuerda, que trataba de seguir el movimiento mil veces repetido, se hacía un lío y se enroscaba cual serpiente traicionera en torno al cuello de David quien, todo en menos de un segundo, y sin más tiempo a la reacción, de traspiés en traspiés fue tropezando hasta caer dentro del armario, golpearse la cabeza contra el duro fondo de madera, y quedar hecho un caótico ovillo de piel, sudor y cuerda. El golpe se llevó la consciencia. La cuerda, el oxígeno y con él, su vida. Tan rápido. Tan inesperado... Ni siquiera le dio tiempo a pensar en lo ridículo de su muerte.
El teléfono volvió a sonar.
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