Pasé tres años bajo la cama y al salir se me hacía raro no tener los omoplatos clavados en el frío suelo de mármol y la nariz a dos dedos del somier de metal. Durante mucho tiempo me moví de manera robótica: las manos pegadas a los lados del cuerpo, el cuello tieso y las piernas como palillos chinos. Un poema de hombre. Lo primero que hice tras recuperar las articulaciones fue ir a una óptica. Era imposible distinguir nada a más de tres o cuatro metros. Tenía los ojos hechos polvo. El señor de la tienda me dijo que habría sido conveniente haber fijado la vista en el horizonte de vez en cuando, como ejercicio para que los ojos no se me atrofiasen. Cuando traté de explicarle que mi horizonte era el revés de un somier y que si fijaba la mirada en él sólo conseguía bizquear, me tomó por idiota. No obstante, me fui muy contento con mis gafas nuevas. Mi adaptación al mundo exterior, concluí, iba por buen camino. Entonces pasó lo peor. Volvió a pasar. De nuevo. Otra vez. Lo que un día, tres años atrás, me llevara a vivir bajo mi cama, a ser el colmo del ermitañismo, a desaparecer del mundo real volvió a marcarme, esta vez para siempre. Tan feliz que estaba yo con mis gafas nuevas, camino de casa... había pensado incluso en pasear por el parque... y justo antes de entrar en casa, una puta, sucia, precisa y maloliente paloma va y se caga, se vuelve a cagar, tres años después, sobre mi cabeza.
Bajo mi cama no hay mucho que hacer. Bajo mi cama los días pasan lentos. Bajo mi cama tengo un hogar y allí puedo ser feliz.
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